RAÚL BOTERO TORRES
LAS RAZONES DEL SOFISTA
(Una teoría de la argumentación política)
Medellín- 2010
A Gladys y a Natalia, por su-puesto
"Cuando no puedes
argumentar…golpeas"
ALBERT CAMUS
(“El Hombre Rebelde”)
.PRESENTACIÓN.
Talvez no
haya en los seres humanos una característica o un rasgo más significativo que
su competencia para conocer. Es tan definitivo este rasgo que uno podría
afirmar de una manera contundente que los humanos somos seres que sabemos y,
sobre todo, que sabemos que sabemos. Al
comprometernos en la pretensión de saber el mundo estamos constituyéndonos de
una manera inquietante y seductora al mismo tiempo. Podemos saber el mundo como
una forma de sabernos plenamente.
Esas
posibilidades de conocer tocan con diversos y, a veces, contradictorios
tópicos. En este caso interesa el de la política y sus posibilidades de
significar en el contexto de lo real, en la medida en que tiene una dimensión
discursiva. Ese intento por conocer los distintos aspectos de la política se
fundamenta en la convicción de que es importante asumir con urgencia una
reflexión teórica sobre la citada
dimensión. También, en aquella según la cual ésta puede y debe ser abordada
desde la perspectiva general de las Ciencias del Lenguaje y, más exactamente,
desde las Teorías del Discurso. Esas convicciones se fundamentan en el
reconocimiento del Estado, el Poder y la
Ley , como los referentes centrales de la política, en tanto
que una práctica discursiva. La hermenéutica de esos tres referentes se erige,
entonces, como la línea central del trabajo teórico que los politólogos hacen
de las prácticas que constituyen su objeto.
Me asisten
las precitadas convicciones en la medida en que considero las siguientes
hipótesis: A. Esta dimensión se constituye en tanto las prácticas políticas
tienen un carácter vinculante. B. Las teorías del discurso la abordan bajo la
presunción de que la lógica que la asiste y le sirve de fundamento es una lógica relacional. C.
Esta lógica implica una interpretación de la política que atienda a las variadas posibilidades que ella
ofrece de resemantizar lo real. D. Esas posibilidades, suponen una revaloración de la dialéctica de la
subjetividad, que termina asumiendo la noción de sujeto más como un conjunto de
posibilidades ofrecidas por los posicionamientos tenidos, que por una condición
ontológica fundamental ostentada por un elemento cualquiera del discurso. E.
Dado el carácter de constructo comportado por los referentes de la Ciencia Política ,
se hace imprescindible un análisis coherente y sistemático.
Esta
propuesta académica tiene unos objetivos que pueden resumirse de la siguiente
manera: 1. Abrir espacios para la investigación en Ciencia Política. 2. Diferenciar las nociones de demostración,
argumentación y persuasión. 3. Hacer una caracterización de la dimensión discursiva
de la política. 4. Aplicar los conceptos
citados al análisis de las prácticas políticas, independientemente del tipo de
participación que los sujetos tengamos
en ellas. 5. Ofrecer a los estudiantes de Ciencia Política los elementos
teóricos que les permitan un acercamiento a las teorías del discurso y de la
argumentación.
En el
presente texto, escrito como parte de una reflexión teórica sobre la política,
intento recoger, mostrar y explicar de una manera que resulte coherente y
comprensible, las condiciones de la discusión sobre la dimensión discursiva de
las prácticas políticas. Me interesa, sobre todo, proponer el debate a partir
de unas conjeturas y unas hipótesis que resulten contrastables. No pretendo el
consenso y el acuerdo. Aspiro si, a que todos podamos argumentar sobre las
posiciones que cada uno de nosotros asuma y a que respetemos las diferencias
que surjan, por agudas que estas puedan ser.
El texto se
abre con una introducción hecha con base en la pregunta ¿Qué significa
argumentar en política? Me interesa empezar resolviendo esa pregunta, así
sea de manera relativa y parcial, porque considero que esta es la pregunta de
base. Si tenemos algo que decir en frente de ella, entonces habremos comenzado
a trasegar un camino lleno de incertidumbres y de ambigüedades, pero también de
hallazgos en el horizonte del conocimiento. No busco la seguridad de una
respuesta absoluta y contundente. Procuro, más bien, tener argumentos y razones
para preguntar de una manera más fina y más cercana al espíritu investigativo
que a la ingenua seguridad de la creencia.
El primer capítulo alude a los postulados de la Pragmática. Ello
se justifica en virtud de las posibilidades que ésta tiene de explicar el
carácter intencionado de los usos que los sujetos le damos a los lenguajes.
También porque interesa resaltar que en los procesos de argumentación se hace
más o menos evidente la primacía de la llamada comunicación estratégica sobre
la llamada comunicación abierta u honrada. Interesa precisar a qué tipo de acción nos estamos refiriendo cuando
aludimos a las acciones lingüísticas. También resulta importante examinar la
teoría de los actos de habla, las estrategias discursivas y, sobre todo, el
carácter polifónico del acto de enunciación.
El segundo, está
dedicado a hacer una aproximación a la noción de discurso. Esta se ha ido
constituyendo en las últimas décadas como una categoría fundamental en el
contexto de los estudios sobre el lenguaje. Su abordamiento significa pasar de
lo abstracto y formal del lenguaje a lo pragmático devenido del acto
enunciatario. Por esa razón lo que interesa en este punto es examinar todos
esos mecanismos y procesos que permiten al lenguaje hacerse reconocible en el
discurso. Me parece primordial examinar el discurso desde su doble dimensión de
estructura y de proceso. Igualmente, estoy interesado en analizar las
modalizaciones como expresión de la subjetividad y como fundamento de una
tipología de los discursos.
El tercer capítulo involucra un examen mínimo, pero
coherente, de la teoría de la argumentación. Este examen comienza con un
rastreo histórico que compromete los aportes de la Retórica en la Antigüedad Clásica ,
pasa por los aportes del medioevo, hasta llegar a la actual Teoría de la Argumentación. Igualmente ,
intento abordar las categorías básicas en los procesos argumentativos. Me
interesan de manera primordial, la persuasión y la verdad. La primera, porque
la considero el eje dinamizador de toda argumentación. La segunda, porque la
ambigüedad de su papel hacen imprescindible su consideración.
El cuarto, y último de los capítulos del texto, se centra
en la argumentación política. En la medida en que esta es la parte nodular del
texto, resulta pertinente abordar todos y cada uno de los aspectos que hacen de
la argumentación política, una argumentación específica y particular. Empiezo
por contextuar en el ámbito del lenguaje todo propósito argumentativo, en la
medida en que supongo que le resulta pertinente y apropiado. Examino después lo
público, bajo el presupuesto de que constituye el
centro de todo el quehacer político, porque éste busca siempre la satisfacción
de los intereses colectivos, privilegiándolos frente a los individuales o
particulares. Me interesan los referentes del discurso político, pero, sobre
todo, las posibilidades de resemantizar lo real a partir de su uso
discriminado. Me atrae la posibilidad de encontrar nuevos valores o distintos
sentidos a unos significantes que básicamente aparecen como flotantes. A mi
modo de ver las teorías contemporáneas del lenguaje, entre ellas las derivadas
de las propuestas chomskyana, bajtiniana y perelmaniana, entre otras, nos
llevan a la hipótesis de que el lenguaje constituye el más político de los
temas. Por ello, precisamente por ello, es casi una evidencia que todo uso
efectivo y material del lenguaje constituye siempre y en todo lugar un
ejercicio de poder.
INTRODUCCIÓN
¿QUÉ SIGNIFICA ARGUMENTAR EN POLÍTICA?
“La retórica, como expresión de la libertad de palabra,
Si nos inscribimos en la perspectiva abierta y sostenida por el trabajo de los distintos teóricos que han trabajado el tema me parece posible proponer una hipótesis inicial: Todos los procesos de argumentación política tienen el carácter de un ejercicio de poder. Tienen esta condición porque más allá o más acá de los flujos de información y de comunicación que puedan darse cada vez que alguien intenta argumentarle a otro, lo que se presenta en todos y cada uno de los casos es una negociación del sentido. Dicho más sintéticamente: los procesos de argumentación política, tienen, además de un componente interaccional, otro transaccional, es decir, relacionado con la negociación de los acuerdos y los desacuerdos que ordinariamente suelen presentarse en este tipo de eventos en la medida en que los sujetos ponen a circular intereses materiales que los identifican y caracterizan como miembros de distintos grupos sociales. Esa negociación no se da de una manera explícita porque los sujetos recurrimos a ella más como de una manera intuitiva que como empleo conciente de una habilidad o destreza. Esa caracterización puede enfatizarse si lo que está de por medio es la persuasión que alude a los posicionamientos precarios e inestables que constituyen la condición subjetiva en relación al ejercicio del poder. De allí podemos deducir que si lo que interesa es la búsqueda de la hegemonía, lo que aparece como objetivo es el tipo de relaciones que unen a los sujetos en vez de los sujetos mismos. Es decir, si el tipo de procesos que nos interesan son los identificados como políticos, entonces el carácter relacional puede ser mencionado de una manera más enfática, sin caer en el dogmatismo rampante.
Los procesos de argumentación política constituyen formas de ejercicio de poder en tanto que lo que está en juego allí es una apropiación simbólica del mundo real que está atravesada por las coordenadas de la ley y el Estado. Soy conciente de los muchos problemas que involucra esta aserción. Sin embargo, quiero presentarla explícitamente porque más que parecerme un punto de llegada, se me ocurre que es una manera interesante de comenzar a pensar todos y cada uno de los asuntos involucrados en la aserción que nos sirve de título. Por ejemplo, me parece que nos permite enfrentar las prácticas políticas como prácticas discursivas que por el camino de la enunciación terminan actualizando un dispositivo formal, en la medida en que lo hacen pasar por una serie de coordenadas que las configuran como el antecedente de una cierta y determinada forma de acción.
Que el
proceso de argumentación política tenga siempre estas características implica,
en primer lugar, que a partir de él se resemantiza lo real de acuerdo con unas
líneas de producción del sentido que suponen volver una y otra vez sobre esos
significantes para transformar su valor. Conlleva, en segundo lugar, y esto me
parece mucho más importante, una serie discriminada de preguntas que intentan
caracterizar este tipo de argumentación de una manera que resulte adecuada y
satisfactoria. Podríamos considerar preguntas como estas: ¿Cuáles son los
elementos y las estrategias que convierten todo acto de argumentación política
en un ejercicio de poder?, ¿Cómo entender o asumir la noción de poder?, ¿Cuáles
son las posibilidades y los límites de los grupos sociales en ese acto o
proceso argumentativo?, ¿Cuáles las de los sujetos particulares y concretos?,
¿Desde cual perspectiva teórica interrogar la argumentación política? Las
respuestas a esas preguntas, serían en primer lugar eso, respuestas. En segundo
lugar, constituirían siempre la base de unas preguntas más amplias, complejas e
inquietantes. Por todo eso me parece importante señalar que una respuesta
aparece siempre en un horizonte de sentido que la hace provisional y
discutible, pero respuestas al fin y al cabo.
Los procesos
de argumentación política tienen siempre las características de una enunciación
persuasiva. Eso significa, de un lado, que se constituyan como acciones que
actualizan un lenguaje, considerado como un sistema. De otro, supone que su
razón de ser es la interlocución que intenta cambiar los comportamientos de
quien escucha o quien lee. En otras palabras, lo que se pone en circulación
cada vez que se argumenta políticamente es un conjunto de estrategias que
buscan la adhesión de los interlocutores objeto de la persuasión a la propuesta
planteada por el destinador. Esas estrategias son pertinentes en la medida en
incorporan un orador, unos argumentos y un auditorio. Examinemos, así sea
brevemente, cada uno de estos elementos.
El orador
podemos entenderlo como un sujeto individual o colectivo que desde una serie de
intereses inscritos en los distintos órdenes de lo real profiere o enuncia unos
mensajes y, como lo afirma Alvaro Díaz Rodríguez, siempre busca “acrecentar la adhesión de quienes comparten
sus puntos de vista sobre el tema y trata de persuadir al mayor número de
competentes y razonables.” [3] El orador habrá de
esgrimir siempre un punto de vista que a juicio suyo aparezca como razonable y
verosímil. Es decir, el primero que debe creer el argumento planteado es el
orador como tal. Ello porque le resultará poco menos que imposible convencer o
persuadir a otros de un argumento que a él mismo le resulta deleznable y
trivial. El propósito fundamental del orador tendrá que ser llevar a sus
interlocutores, vale decir a su auditorio, a cambiar de una manera más o menos
importante no sólo sus creencias y sus gustos, sino también, sus
comportamientos. Por eso, sus objetivos básicos tienen que ver con una
filosofía práctica. En su accionar argumentativo el orador deberá tener en
cuenta a sus interlocutores de una manera integral. Chaïm Perelman sostiene que
la argumentación no sólo busca la adhesión intelectual, sino que muy a menudo
pretende “incitar a la acción, o, por lo
menos, crear una disposición para la acción” [4] Esto se explica en
la medida en que “Quien argumenta no se
dirige a lo que considera facultades tales como la razón, las emociones, la
voluntad; el orador se dirige al hombre completo, pero, según los casos, la
argumentación buscará efectos diferentes y utilizará cada vez métodos
apropiados, tanto para el objeto de un
discurso, como para el tipo de auditorio sobre el cual se quiere actuar”
[5]
En este
punto concreto me parece pertinente subrayar el carácter estratégico de la
argumentación política. Me parece importante enfatizarlo porque es de esa
condición que se deriva una característica sustancial para el orador: su
búsqueda de posicionamiento en la perspectiva de lograr un lugar dominante o
hegemónico en relación con su interlocutor, que para estos efectos funge como
antagonista. También parece necesario aludir a las posibilidades que el orador,
en el caso de la argumentación política, tiene de construir, irregular y
contradictoriamente, su identidad. Que esa identidad sea inestable y precaria no
disminuye de manera sustancial su importancia en la configuración del orador
considerado como enunciatario más o menos consciente de unos mensajes. No las
disminuye porque ese orador, quienquiera que sea, expresa a través de sus
argumentos, más exactamente a través del punto de vista que estos contienen,
sus convicciones más profundas.
Los
argumentos, siempre habrá que recordarlo, constituyen formas de razonamiento
sobre lo contingente, es decir, sobre aquello que en un momento determinado del
proceso de interlocución aparece como confiable para lograr ser claros y
coherentes en esas posiciones, independientemente de lo consensuadas que puedan
resultar. Alvaro Díaz Rodríguez propone entender un argumento como “un razonamiento en el que se justifica o
sustenta una convicción” [6] Según su idea de
argumento éste debe tener siempre una organización interna regida por la
coherencia. Esa coherencia supone una lógica relacional que implica, en todos
los casos, que el argumento deriva sus posibilidades de significar no del
número de sus componentes, sino de las maneras como éstos estén relacionados.
Los argumentos tienen como componentes esenciales: Una posición o un punto de
vista, un condicionamiento, un fundamento, un garante, una concesión, una
refutación. Estos componentes, más allá, de sus particularidades, resultan
pertinentes en tanto se relacionan a partir de unos principios o de unas
condiciones de eficacia.
Giandomenico
Majone hace, a propósito de la argumentación política, una distinción entre los
argumentos que permiten tomar decisiones y los análisis que conllevan a un
análisis más o menos objetivo de una situación dada. Majone subraya que los
primeros son necesariamente subjetivos porque lo que siempre está en juego en
ellos es un conjunto de valores, gustos y creencias compartidos por unos grupos
sociales. Los segundos, en cambio, están cerca de la objetividad en la medida
en que tienen una superestructura expositiva o descriptiva que puede soslayar
con cierto éxito los compromisos afectivos. Teniendo en cuenta lo anterior
sostiene que “debe trazarse una
distinción clara entre el análisis profesional de las políticas y la defensa o
la deliberación de las políticas. El análisis profesional de las políticas
comienza sólo después de que se han estipulado los valores relevantes, ya sea
por un gobernante autorizado o mediante la suma de las preferencias ciudadanas
en el proceso político” [7] Junto con lo
anterior es importante subrayar que los procesos de argumentación no pueden ser
asumidos por quienes los practican como formas más o menos explícitas de
demostración. Los argumentos no pueden demostrar absolutamente nada. Sólo puede
aspirarse con ellos a lograr la adhesión de unos auditorios, en la medida en
que se utilicen argumentos que resulten ser convincentes porque tienen fuerza
ilocutiva. Otra vez Majone: “La
imposibilidad de probar cuál es la acción correcta en la mayoría de las
situaciones prácticas debilita la credibilidad del análisis como solución del
problema, pero no implica que la información, la discusión y el argumento sean
irrelevantes. Razonamos aun cuando no calculemos: fijando normas y formulando
problemas, presentando pruebas en pro y en contra de una propuesta, ofreciendo
o rechazando críticas. En todos estos casos, no demostramos: argumentamos.” [8]
Examinemos
ahora la noción de auditorio. Su análisis se justifica plenamente en la medida
en que es posible afirmar que marca una línea de diferencia entre la Retórica Antigua
y la Nueva Retórica
o Teoría de la
Argumentación. Chaïm Perelman, quien sin duda alguna es el
representante más significativo de la segunda, propone entender el auditorio
como “el conjunto de aquellos sobre los
cuales el orador quiere influir con su argumentación”. [9] Este conjunto,
como lo advierte el mismo Perelman, es bastante variado y complejo. Lo es,
porque puede abarcar desde el orador como tal hasta la humanidad entera.
Desde las
ciencias del lenguaje es posible hacer una consideración sobre el carácter de
interlocutor ostentada por el auditorio. Que lo sea implica, de muchas maneras,
que se configura como tal a partir de una cierta decisión estratégica del
orador. Desde esa perspectiva el auditorio emerge más como un sujeto de
discurso que como un sujeto empírico, lo que entonces supone un tratamiento
cualitativamente distinto del que tendría desde la facticidad. Una segunda
consideración proviene de la filosofía política. Desde allí el auditorio puede
ser asumido como el antagonista del orador que se involucra con él en una
disputa por la consecución de posiciones hegemónicas que refrenden con creces
una condición dominante y una cierta construcción de procesos identitarios más
sólidos y duraderos. Esas posiciones, no obstante ser precarias e inestables,
patentizan los alcances reales de los proyectos políticos agenciados por los
distintos actores sociales. Que un grupo, por ejemplo una clase social, logre
conquistar una posición a partir de los argumentos esgrimidos supone,
necesariamente, que otro la ha perdido por lo menos temporalmente. Que la pueda
retener por un tiempo más o menos largo dependerá de muchos factores. Por
ejemplo, dependerá de su capacidad para liderar procesos en los cuales su punto
de vista, su percepción de esos procesos como tales, prevalezca sobre las
lecturas que hacen otros que tienen intereses antagónicos.
Pierre
Bourdieu trabajó a lo largo de su vida el concepto de poder. Lo examina en
distintos libros una y otra vez. En este caso me interesa abordar la manera
como lo trabaja en “¿Qué significa
hablar?”. Partiendo de un análisis sobre el mercado de los bienes
simbólicos traza una zaga del poder que se hace visible a partir de su
contingencia y precariedad devenida de su carácter histórico. Esta inscripción
en la historia materializa la opción de asumir el poder más como un instrumento
de la acción que como un objeto de intelección. Es decir, permite romper de una
manera radical con las posturas esencialistas. Él es bastante enfático al
expresar la necesidad de superar la percepción de las relaciones sociales como
interacciones simbólicas para asumirlas
como relaciones de fuerza, históricamente marcadas. Esto significa que se asume
el poder como el resultado de un cúmulo de relaciones efectiva y
significativamente establecidas entre los individuos, los grupos y las
formaciones sociales en su conjunto.
Lo que a
juicio de Bourdieu hace visible ese poder es el lenguaje, en tanto que lo
expresa, es decir, en la medida en que lo marca con una serie discriminada de
características que materializan su eficacia en el contexto de las sociedades.
Lo que está claro para él es que esta eficacia se nutre del carácter biunivoco
de las relaciones de poder expresadas en las prácticas lingüísticas. A juicio
suyo “la eficacia de los discursos cultos
procede de la oculta correspondencia entre la estructura del espacio social en
que se producen –campo político, campo religioso, campo artístico o campo
filosófico- y la estructura del campo de las clases sociales en que se sitúan
los receptores y con relación a la cual interpretan los mensajes” [10]
Ese
lenguaje oficia de conector entre los individuos, la sociedad civil y los
aparatos del Estado, en la medida en que vehiculiza las acciones políticas y de
muchas maneras garantiza su reproducción. Ello es posible en tanto la lógica
que lo estructura es una lógica relacional que opera de manera más o menos
semejante en distintos ámbitos de la vida social. Sólo que en este caso me
interesan de manera puntual los escenarios de la política. Por eso me parece
importante resaltar las acciones de describir y de prescribir que a juicio de
Bourdieu identifican el ejercicio del poder político propiamente dicho. Para él
“La acción propiamente política es posible porque los agentes, que
hacen parte del mundo social, tienen un conocimiento (más o menos adecuado) de
ese mundo y saben que se puede actuar sobre él actuando sobre el conocimiento
que de él se tiene.” [11]
Esa acción
política deberá hacer evidentes las adhesiones tácitas que ligan los sujetos
individuales y los grupos sociales al orden establecido. La acción política
tiene, entonces, unos efectos que sobrepasan con creces el orden de lo
propiamente empírico, porque no sólo existe físicamente, sino también porque se
despliega en los órdenes de lo imaginario y de lo simbólico. Esas adhesiones
mencionadas de manera insistente por Bourdieu son materialmente posible porque
suturan, así sea en una forma provisional y contingente las relaciones entre
los grupos, los sujetos y las formaciones sociales. Esta operación vinculante
es objetivamente posible en la medida en que la política sea asumida como una
práctica discursiva. Si procedemos de esa manera es porque de alguna manera
asumimos el discurso como “un horizonte
de constitución de todo objeto y práctica social.” [12] Como en este caso
lo que interesa es el discurso argumentativo que opera en el ámbito de lo
político, entonces resulta bastante fácil de comprender porque la presentación
y la defensa de unos argumentos implican de hecho un ejercicio de poder.
La
argumentación política está oscilando de manera permanente entre la objetividad
y la subjetividad. De entrada, eso resulta casi obvio. Sin embargo, cuando
tratamos de precisar lo que entendemos por objetivo y por subjetivo, la
discusión se complica. Griselda Gutiérrez Castañeda propone una idea de
objetividad que me parece útil para la discusión. En un texto suyo sobre el
sujeto de la política ella propone asumir la objetividad como “discursiva, lo cual significa que sin
renunciar al ideal de inteligibilidad, mantiene y acentúa el carácter
relacional de cualquier identidad social, y evita todo tipo de fijación
esencialista de las mismas al interior de un sistema.” [13] En ese mismo texto se refiere de una
manera explícita a la lógica de los discursos, en general, y de los
argumentativos, en particular, subrayando la indeterminación que rige las
relaciones entre el significante y lo significante de esos discursos. Eso le
permite avanzar en una propuesta para asumir el análisis de la sociedad.
Derivando de la lógica de lo discursivo una propuesta metodológica, enfrenta lo
social como constituido por “un juego
infinito de diferencias que hace insostenible la concepción de sociedad como
sistema cerrado o totalidad, o el ser expresión de una lógica necesaria,
susceptible de ser univoca y literalmente interpretable.” [14] Otra manera de
entender la objetividad es la propuesta por Stefano Bartolini. Para él la
objetividad es preciso entenderla como “un
juego permanente de intersubjetividades” [15] Subrayo
deliberadamente la noción intersubjetividad porque me parece que ella contiene
el nódulo de la discusión a propósito del empoderamiento supuesto en toda
práctica argumentativa que tiene lugar en el ámbito de la política.
La asunción
teórica de la argumentación política parece viable desde la Retórica o Teoría de la Argumentación y,
simultáneamente, desde la Filosofía Política. Lo parece en la medida en que
estos dos campos de saber permiten dar cuenta de la lógica relacional que está
en la base misma de esa clase de argumentación. La práctica política es una
práctica discursiva por tres razones básicas: 1. Porque es una práctica
vinculante, es decir, porque siempre supone un conjunto de relaciones entre los
sujetos, la sociedad civil y los aparatos del Estado. 2. Porque supone
posicionamientos para los grupos sociales y para los sujetos individuales
interrelacionados al interior de esos grupos a partir de intereses que los
siempre los desbordan con creces. 3. Porque posibilita, en términos materiales,
unos procesos de configuración identitaria que más allá de su precariedad
resultan significativos. Sólo la
Retórica , considerada como un campo del conocimiento en donde
lo fundamental es examinar los mecanismos y las estrategias de la persuasión,
puede dar cuenta del macroproyecto persuasivo que está implícito en toda
argumentación política.
1. LOS POSTULADOS DE LA PRAGMÁTICA.
1.1.
EL LENGUAJE COMO UNA FORMA DE ACCIÓN.
Los teóricos del lenguaje
necesitaron muchas décadas, propuestas y textos, para hacer precisiones
relativas a sus temas de estudio, que a las personas comunes y corrientes pueden
parecerles triviales y anodinas. Sin embargo, esta tarea nunca fue, es o será
fácil, porque suponía, supone y supondrá, tomar distancia frente a aquello que
se sabe y, sobre todo, problematizarlo a través de la formulación de preguntas,
hipótesis y conjeturas contrastables. Ese trabajo de elaboración teórica
siempre implica superar con creces el umbral de la obviedad que lleva a la
mayoría de las personas a considerar la búsqueda de la verdad como algo
secundario e insignificante.
La primera de esas
precisiones es la relativa al objeto teórico de las llamadas Ciencias del
Lenguaje. Esas ciencias comparten, de muchas y variadas maneras, el mismo
objeto. Es posible hacer esta afirmación de una manera más o menos tajante,
porque el lenguaje constituye el punto de confluencia nodal de esas ciencias,
más allá de las indiscutibles diferencias particulares que sin duda alguna
existe entre ellas. Hoy tenemos una cierta clase de certidumbre sobre ese
objeto lenguaje, que estando muy lejos de ser una definición dogmática, es un
punto de partida más o menos confiable para la discusión. De acuerdo con ella,
podemos afirmar que el lenguaje constituye un rasgo o una propiedad mental de
los individuos que pertenecemos a la especie humana. Noam Chomsky, utiliza en alguno
de sus textos una metáfora que ilustra el carácter central y definitorio del
lenguaje en la definición de lo que podemos entender por naturaleza humana. Él
afirma que el lenguaje es tan propio de los seres humanos, como lo es de las
aves el volar. Esta primera precisión da cuenta de la perspectiva formal en los
análisis posibles.
Sin embargo, la relativa
claridad que tenemos ahora no siempre la hemos tenido. Durante todos los años
de vigencia del modelo estructuralista lo que se entendió por objeto de la
lingüística fue la lengua, en vez del lenguaje, y el método que durante todo
este tiempo se consideró apropiado fue el descriptivo que sin duda permite una
mirada minuciosa y detenida a todos y cada uno de los objetos del uso, pero que
está radicalmente impedido para permitirnos entender de una manera
satisfactoria porque un usuario común y corriente puede producir o entender una
frase N, no obstante que nunca antes la haya producido o la escuchado. Nombres
como los de Ferdinand de Saussure, Roman Jakobson, Louis Hjelmslev, Emilio
Benveniste, André Martinet, Leonard Bloomfield y otros están ahí en los procesos de ruptura fundacional o de
consolidación y desarrollo a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX. Todos
ellos, más allá de sus diferencias particulares se hacen semejantes en la
postura metodológica que elige la descripción, a veces agobiantemente precisa,
de las unidades que al relacionarse entre si permiten un cierto resultado.
También se parecen en que ninguno de ellos permiten una explicación del lengua,
así esta pudiera considerarse rudimentaria.
La segunda
precisión es la que tiene que ver con la dimensión empírica del lenguaje. En
relación con ella, es posible plantear la siguiente hipótesis: el lenguaje
supone o implica siempre una cierta clase de acción. Hay dos razones por
las cuales podemos hacer este planteamiento: 1.
Es un hacer siempre intencionado, es decir, es una acción que siempre
busca cumplir un objetivo o propósito.
2. Se despliega en el orden o en el nivel de lo discursivo. La primera
de las razones es importante tenerla en cuenta, porque nos exime de creer que
una expresión cualquiera puede producirse por casualidad o por azar. La
segunda, nos permite entender que aquello que lo identifica es más lo propio de
lo imaginario y de lo simbólico que de lo físico. El lenguaje, en tanto es una
característica esencial en los seres humanos, supone siempre una doble
conversión: aquella que va de lo abstracto a lo concreto y viceversa. La
primera de esas razones alude al carácter volitivo que de muchas maneras tiene
esa clase de acción que está involucrada en el lenguaje.
ARGUMENTACIÓN
POLÍTICA
UNO.
Intentar un desglosamiento de la relación existente
entre la retórica y la política, exige un viaje de ida y regreso entre los dos
términos. En otras palabras, implica reconocer de entrada el carácter biunívoco
de la relación. Ello, porque es casi obvio que al desarrollar la discusión
aparecerá como más o menos evidente la presencia protagónica de la persuasión
en la retórica y en la política. Por esa razón quisiera en este punto señalar a
manera de hipótesis una convicción personal que alude al carácter discursivo de
las prácticas políticas. A mi juicio éste se da por dos razones básicas: 1. En
esas prácticas aparecen y cumplen un papel importante distintos elementos de
significación. 2. En la base de ellas hay una lógica relacional que les sirve
de fundamento. Que sea la relación establecida entre los elementos y no cada
uno de ellos por separado, lo que verdad interesa, me parece que es lo hay que
enfatizar.
Esa reflexión sobre la retórica y su
incidencia en la política tiene una historia que no por particular deja de ser
interesante. En ella podemos reconocer dos épocas bastante diferenciadas. La
primera de ellas, la
Antigüedad Clásica , es abiertamente política en la medida en
que se sustenta en el interés por la polis y por la democracia.[16]
Adicionalmente, resulta interesante aludir al significado que tiene entre los
griegos la vivencia de la libertad.[17]
Esa época de la antigüedad tiene como protagonistas a un individuo y a un
grupo. El primero de ellos es Aristóteles, los segundos son los sofistas. Estos,
en general; Gorgias, en particular, pueden ser vistos hoy como maestros de la
palabra argumentativa. Dicho más enfáticamente: como practicantes de unas
formas discursivas identificadas por el propósito de la persuasión. Más que
crear una escuela o una corriente de pensamiento pedagógico en la cual fuese
posible identificar maestros y discípulos, el objetivo primordial de su trabajo
parece haber sido el de lograr que los jóvenes que recibían sus lecciones
fuesen capaces de pensar siempre por si mismos. De la lectura de los textos de
uno y otros, me parece que podemos derivar
una serie de propuestas sobre el discurso, los sujetos y el lenguaje que
hoy, más de dos mil quinientos años después, siguen siendo pertinentes y
apropiadas.[18]
Los sofistas, y Aristóteles pueden ser vistos
ahora y desde la perspectiva de una teoría del discurso político considerado
como una forma particular y concreta de discurso argumentativo, como los
adalides precursores de ese tipo de discurso que centra el uso de todos sus
recursos y el cumplimiento de sus objetivos en el logro de una persuasión en
torno a la naturaleza, el ejercicio y las relaciones del poder. Desde las
perspectivas de los teóricos del primer momento y los actuales, uno puede
reconocer en la retórica política una formulación hipotética y no el despliegue
arrogante de una verdad que se presenta a si misma como omnipresente y
absoluta. Mejor dicho, el estudio de los trabajos escritos por teóricos de
diferentes épocas nos pone en frente de una hipótesis según la cual la verdad
no constituye el centro de los procesos argumentativos en el nivel de la
política. No lo es, porque la preocupación nodular allí es la verosimilitud. Lo
que parece importante, realmente importante, es que aquello que se enuncia
pueda ser creído. Que aquello que el destinador[19]
expresa pueda ser compartido por sus destinatarios o interlocutores.
Los procesos de enunciación
política tienen una dimensión argumentativa, en tanto que con ellos se intenta
lograr la adhesión de alguien a un proyecto político que se le propone con la
intención mas o menos manifiesta de persuadirlo. Esta dimensión argumentativa implica,
en primer lugar, que a partir de esos procesos enunciativos se resemantiza lo
real de acuerdo con unas líneas de producción del sentido que suponen volver
una y otra vez sobre esos significantes para transformar su valor, haciéndolos
connotativos. En segundo lugar, y esto me parece mucho más importante que lo
primero, supone una serie discriminada de preguntas que intentan caracterizar
este tipo de enunciación de una manera que resulte adecuada y satisfactoria.
Podríamos considerar preguntas como estas: ¿Cuáles son los elementos y las
estrategias que convierten todo acto de enunciación política en un ejercicio de
poder?, ¿Cómo entender o asumir la noción de poder?, ¿Cuáles son las
posibilidades y los límites de los grupos sociales en ese acto o proceso enunciatario?,
¿Cuáles las tenidas por los sujetos particulares y concretos?, ¿Desde cual
perspectiva teórica interrogar el carácter argumentativo de la enunciación
política? Las respuestas a esas preguntas, serían en primer lugar eso,
respuestas. En segundo lugar, constituirían siempre la base de unas preguntas
más amplias, complejas e inquietantes. Por todo eso me parece importante
señalar que toda respuesta aparece siempre en un horizonte de sentido que la
hace provisional y discutible.
Los procesos de enunciación
política tienen siempre las características de una proposición persuasiva. Eso
significa, de un lado, la posibilidad de que se constituyan como acciones que
actualizan un lenguaje, considerado como un sistema. De otro, supone que su
razón de ser es la búsqueda de una interlocución que intenta cambiar los
comportamientos de quien escucha o quien lee. En otras palabras, lo que se pone
en circulación cada vez que alguien intenta persuadir bajo presupuestos explícitamente políticos, es
un conjunto de estrategias que buscan la adhesión de los interlocutores objeto
de la argumentación a la propuesta planteada por el destinador. Esas
estrategias son pertinentes en la medida en incorporan un orador, unos
argumentos y un auditorio. Examinemos, así sea brevemente, cada uno de estos
elementos.
El orador podemos
entenderlo como un sujeto individual o colectivo que desde una serie de
intereses inscritos en los distintos órdenes de lo real profiere o enuncia unos
mensajes y, que como lo afirma Alvaro Díaz Rodríguez, siempre busca “acrecentar la adhesión de quienes comparten
sus puntos de vista sobre el tema y trata de persuadir al mayor número de
competentes y razonables.”[20]. El orador habrá
de esgrimir siempre un punto de vista que a juicio suyo aparezca como razonable
y verosímil. Es decir, el primero que debe creer el argumento planteado es el
orador como tal. Ello porque le resultará poco menos que imposible convencer o
persuadir a otros de un argumento que a él mismo le resulta deleznable y
trivial. El propósito fundamental del orador tendrá que ser llevar a sus
interlocutores, vale decir a su auditorio, a cambiar de una manera más o menos
importante no sólo sus creencias y sus gustos, sino también, sus
comportamientos. Por eso, sus objetivos básicos tienen que ver con una
filosofía práctica. En su accionar argumentativo el orador deberá tener en
cuenta a sus interlocutores de una manera integral. Chaïm Perelman sostiene que
la argumentación no sólo busca la adhesión intelectual, sino que muy a menudo
pretende “incitar a la acción, o, por lo
menos, crear una disposición para la acción”[21] Esto se explica
en la medida en que “Quien argumenta no
se dirige a lo que considera facultades tales como la razón, las emociones, la
voluntad; el orador se dirige al hombre completo, pero, según los casos, la
argumentación buscará efectos diferentes y utilizará cada vez métodos
apropiados, tanto para el objeto de un
discurso, como para el tipo de auditorio sobre el cual se quiere actuar”[22]
En este punto
concreto me parece pertinente subrayar el carácter estratégico de la argumentación
política. Me parece importante enfatizarlo porque es de esa condición que se
deriva una característica sustancial para el orador: su búsqueda de
posicionamiento en la perspectiva de lograr un lugar dominante o hegemónico en
relación con su interlocutor, que para estos efectos funge como antagonista.
También parece necesario aludir a las posibilidades que el orador, en el caso
de la argumentación política, tiene de construir, irregular y
contradictoriamente, su identidad. Que esa identidad sea inestable y precaria
no disminuye de manera sustancial su importancia en la configuración del orador
considerado como enunciador más o menos consciente de unos mensajes. No las
disminuye porque ese orador, quienquiera que sea, expresa a través de sus
argumentos, más exactamente a través del punto de vista que estos contienen,
sus convicciones más profundas y las de los grupos sociales a los cuales
pertenece.
Los argumentos,
siempre habrá que recordarlo, constituyen formas de razonamiento sobre lo
contingente, es decir, sobre aquello que en un momento determinado del proceso
de interlocución aparece como confiable para lograr ser claros y coherentes en
esas posiciones, independientemente de lo consensuadas que puedan resultar.
Alvaro Díaz Rodríguez propone entender un argumento como “un razonamiento en el que se justifica o sustenta una convicción”[23] Según su idea de
argumento éste debe tener siempre una organización interna regida por la
coherencia. Esa coherencia supone una lógica relacional que implica, en todos
los casos, que el argumento deriva sus posibilidades de significar no del
número de sus componentes, sino de las maneras como éstos estén relacionados.
Los argumentos tienen como componentes esenciales: Una posición o un punto de
vista, un condicionamiento, un fundamento, un garante, una concesión, una
refutación. Estos componentes, más allá, de sus particularidades, resultan
pertinentes en tanto se relacionan a partir de unos principios o de unas
condiciones de eficacia.
Giandomenico Majone
hace, a propósito de la argumentación presente en la retórica política, una
distinción entre los argumentos que permiten tomar decisiones y los análisis
que conllevan a un análisis más o menos objetivo de una situación dada. Majone
subraya que los primeros son necesariamente subjetivos porque lo que siempre
está en juego en ellos es un conjunto de valores, gustos y creencias
compartidos por unos grupos sociales. Los segundos, en cambio, están cerca de
la objetividad en la medida en que tienen una superestructura expositiva o
descriptiva que puede soslayar con cierto éxito los compromisos afectivos.
Teniendo en cuenta lo anterior sostiene que “debe
trazarse una distinción clara entre el análisis profesional de las políticas y
la defensa o la deliberación de las políticas. El análisis profesional de las
políticas comienza sólo después de que se han estipulado los valores relevantes,
ya sea por un gobernante autorizado o mediante la suma de las preferencias
ciudadanas en el proceso político”[24] Junto con lo
anterior es importante subrayar que los procesos de argumentación implícitos en
las prácticas argumentativas no pueden ser asumidos por quienes los usan como
formas más o menos explícitas de demostración. Los argumentos no pueden
demostrar absolutamente nada. Sólo puede aspirarse con ellos a lograr la
adhesión de unos auditorios, en la medida en que se utilicen argumentos que resulten
ser convincentes porque tienen fuerza ilocutiva. Otra vez Majone: “La imposibilidad de probar cuál es la
acción correcta en la mayoría de las situaciones prácticas debilita la
credibilidad del análisis como solución del problema, pero no implica que la
información, la discusión y el argumento sean irrelevantes. Razonamos aun
cuando no calculemos: fijando normas y formulando problemas, presentando
pruebas en pro y en contra de una propuesta, ofreciendo o rechazando críticas.
En todos estos casos, no demostramos: argumentamos.”[25]
Examinemos ahora la
noción de auditorio. Su análisis se justifica plenamente en la medida en que es
posible afirmar que marca una línea de diferencia entre la Retórica Antigua
y la Nueva Retórica
o Teoría de la
Argumentación. Chaïm Perelman, quien sin duda alguna es el
representante más significativo de la segunda, propone entender el auditorio
como “el conjunto de aquellos sobre los
cuales el orador quiere influir con su argumentación”.[26] Este conjunto, como lo advierte el mismo
Perelman, es bastante variado y complejo. Lo es, porque puede abarcar desde el
orador como tal hasta la humanidad entera.
Desde las ciencias
del lenguaje es posible hacer una consideración sobre el carácter de
interlocutor ostentada por el auditorio. Que lo sea implica, de muchas maneras,
que se configura como tal a partir de una cierta decisión estratégica del
orador. Desde esa perspectiva el auditorio emerge más como un sujeto de
discurso que como un sujeto empírico, lo que entonces supone un tratamiento
cualitativamente distinto del que tendría desde la faticidad. Una segunda
consideración proviene de la filosofía política. Desde allí el auditorio puede
ser asumido como el antagonista del orador que se involucra con él en una
disputa por la consecución de posiciones hegemónicas que refrenden con creces
una condición dominante y una cierta construcción de procesos identitarios más
sólidos y duraderos. Esas posiciones, no obstante ser precarias e inestables,
patentizan los alcances reales de los proyectos políticos agenciados por los
distintos actores sociales. Que un grupo, por ejemplo una clase social, logre
conquistar una posición a partir de los argumentos esgrimidos supone,
necesariamente, que otro la ha perdido por lo menos temporalmente. Que la pueda
retener por un tiempo más o menos largo dependerá de muchos factores. Por
ejemplo, dependerá de su capacidad para liderar procesos en los cuales su punto
de vista, su percepción de los procesos políticos como tales, prevalezca sobre
las lecturas que hacen otros que tienen intereses antagónicos.
Pierre Bourdieu
trabajó a lo largo de su vida y en diferentes textos el concepto de poder. En
este caso me interesa tener en cuenta la manera como lo trabaja en “¿Qué significa hablar?”. Partiendo de
un análisis sobre el mercado de los bienes simbólicos traza una zaga del poder
que se hace visible a partir de su contingencia y precariedad devenida de su
carácter histórico. Esta inscripción en la historia materializa la opción de
asumir el poder más como un instrumento de la acción que como un objeto de
intelección. Es decir, permite romper de una manera radical con las posturas
esencialistas. Él es bastante enfático al expresar la necesidad de superar la
percepción de las relaciones sociales como interacciones simbólicas para asumirlas como relaciones de fuerza,
históricamente marcadas. Esto significa que se asume el poder como el resultado
de un cúmulo de relaciones efectiva y significativamente establecidas entre los
individuos, los grupos y las formaciones sociales en su conjunto.
Lo que a juicio de
Bourdieu hace visible ese poder es el lenguaje, en tanto que lo expresa, es
decir, en la medida en que lo marca con una serie discriminada de
características que materializan su eficacia en el contexto de las sociedades.
Lo que está claro para él es que esta eficacia se nutre del carácter biunivoco
de las relaciones de poder expresadas en las prácticas lingüísticas. A juicio
suyo “la eficacia de los discursos cultos
procede de la oculta correspondencia entre la estructura del espacio social en
que se producen –campo político, campo religioso, campo artístico o campo
filosófico- y la estructura del campo de las clases sociales en que se sitúan
los receptores y con relación a la cual interpretan los mensajes”[27]
Ese lenguaje oficia
de conector entre los individuos, la sociedad civil y los aparatos del Estado,
en la medida en que vehiculiza las acciones políticas y de muchas maneras
garantiza su reproducción. Ello es posible en tanto que, como ya lo señalé
atrás, la lógica que lo estructura es una lógica relacional que opera de manera
más o menos semejante en distintos ámbitos de la vida social. Sólo que en este
caso me interesan de manera puntual los escenarios de la política. Por eso me
parece importante resaltar las acciones de describir y de prescribir que a
juicio de Bourdieu identifican el ejercicio del poder político propiamente
dicho. Para él “La acción
propiamente política es posible porque
los agentes, que hacen parte del mundo social, tienen un conocimiento (más o
menos adecuado) de ese mundo y saben que se puede actuar sobre él actuando
sobre el conocimiento que de él se tiene.”[28]
Esa acción política
deberá hacer evidentes las adhesiones tácitas que ligan los sujetos
individuales y los grupos sociales al orden establecido. La acción política
tiene, entonces, unos efectos que sobrepasan con creces el orden de lo
propiamente empírico, porque no sólo existe físicamente, sino también porque se
despliega en los órdenes de lo imaginario y de lo simbólico. Esas adhesiones
mencionadas de manera insistente por Bourdieu son materialmente posible porque
suturan, así sea en una forma provisional y contingente las relaciones entre
los grupos, los sujetos y las formaciones sociales. Esta operación vinculante
es objetivamente posible en la medida en que la política sea asumida como una
práctica discursiva. Si procedemos de esa manera es porque de alguna manera
asumimos el discurso como “un horizonte
de constitución de todo objeto y práctica social.”[29] Como en este caso
lo que interesa es el discurso argumentativo que opera en el ámbito de lo
político, entonces resulta bastante fácil de comprender porque la presentación
y la defensa de unos argumentos implican de hecho un ejercicio de poder.
La profesora Arantxa
Capdevila Gómez plantea en un texto suyo sobre la estructura argumentativa de
los Spots electorales algo que me parece sugestivo mencionar aquí. A juicio de
ella la retórica hace significativos unos mundos posibles que se construyen en
la búsqueda de la cooperación con el auditorio. Según su criterio, esos mundos
posibles están caracterizados por la pluralidad y la transitividad. Ese mundo
de lo posible se construye a través de una serie de operaciones discursivas que
revisten casi siempre una condición estratégica. Esas operaciones van desde la
búsqueda de argumentos, pasando por su ordenamiento, hasta la interrelación de
acuerdo con un plan. Subrayo esto último porque de acuerdo con los juicios
derivados del sentido común, los procedimientos retóricos parecen derivarse del
azar o la casualidad.
La argumentación
política está oscilando de manera permanente entre la objetividad y la subjetividad. De entrada, eso resulta casi
obvio. Sin embargo, cuando tratamos de precisar lo que entendemos por objetivo
y por subjetivo, la discusión se complica. Griselda Gutiérrez Castañeda propone
una idea de objetividad que me parece útil para la discusión. En un texto sobre
el sujeto de la política ella propone asumir la objetividad como “discursiva, lo cual significa que sin
renunciar al ideal de inteligibilidad, mantiene y acentúa el carácter
relacional de cualquier identidad social, y evita todo tipo de fijación
esencialista de las mismas al interior de un sistema.”[30] En ese mismo texto se refiere de una
manera explícita a la lógica de los discursos, en general, y de los
argumentativos, en particular, subrayando la indeterminación que rige las
relaciones entre el significante y lo significante de esos discursos. Eso le
permite avanzar en una propuesta para asumir el análisis de la sociedad.
Derivando de la lógica de lo discursivo una propuesta metodológica, enfrenta lo
social como constituido por “un juego
infinito de diferencias que hace insostenible la concepción de sociedad como
sistema cerrado o totalidad, o el ser expresión de una lógica necesaria,
susceptible de ser univoca y literalmente interpretable.”[31] Otra manera de
entender la objetividad es la propuesta por Stefano Bartolini en su texto sobre
metodología de la investigación en el campo de la Ciencia Política.
En ese texto él plantea que la objetividad es preciso entenderla como “un juego permanente de intersubjetividades”[32] Subrayo
deliberadamente la noción intersubjetividad porque me parece que ella contiene
el nódulo de la discusión a propósito del empoderamiento supuesto en toda
práctica argumentativa que tiene lugar en el ámbito de la política.
La asunción teórica
de la argumentación política parece viable desde la Retórica o Teoría de la Argumentación y,
simultáneamente, desde la Filosofía Política. Lo parece en la medida en que
estos dos campos de saber permiten dar cuenta de la lógica relacional que está
en la base misma de esa clase de argumentación. Retomando mi hipótesis inicial
sobre el carácter discursivo de las prácticas políticas quisiera señalar tres
razones básicas: 1. Es una práctica vinculante, es decir, porque siempre supone
un conjunto de relaciones entre los sujetos, la sociedad civil y los aparatos
del Estado. 2. Supone posicionamientos para los grupos sociales y para los
sujetos individuales interrelacionados al interior de esos grupos a partir de
intereses que los siempre los desbordan con creces. 3. Posibilita, en términos materiales, unos
procesos de configuración identitaria que más allá de su precariedad resultan
significativos. Sólo la
Retórica , considerada como un campo del conocimiento en donde
lo fundamental es examinar los mecanismos y las estrategias de la persuasión,
puede dar cuenta del macroproyecto persuasivo que está implícito en toda
argumentación política.
Los más recientes
trabajos sobre argumentación política hacen énfasis en dos aspectos que
aparecen como interesantes para una discusión más o menos objetiva sobre este
tipo específico de procesos. En primer lugar, se trata de establecer un
principio de diferencia que resulte útil entre lo convencional o formal y lo
empírico. En segundo término, de asumir la multiplicidad y la complejidad de
los escenarios en donde discurren los procesos de comunicación política. Esas
dos consideraciones enriquecen el análisis en la medida en que incorporan aspectos
importantes que se derivan de la concurrencia de las ciencias del lenguaje. Esa
concurrencia contribuye a complejizar el trabajo que ya se hacía desde la
filosofía política, por ejemplo.
Las teorías
políticas, como lo señala Jean-Fabien Spitz en un ensayo suyo, pueden ser
justificadas racionalmente. Según Spitz la justificación no supone un problema
de demostración. Se trata de “intentar
evaluar los méritos respectivos de las teorías existentes, es decir, de
aquellas que conocemos, para decir si una de ellas satisface más (o de manera
menos imperfecta) que las otras, un cierto número de criterios que uno puede
esforzarse en formular, pero que tampoco tienen, seguramente, nada de
definitivo”.[33]
Esa justificación discurre de manera
prioritaria en el terreno de lo convencional, pero resulta que las condiciones
dadas efectivamente en las sociedades históricamente constituidas están
exigiendo ser reconocidas. Es ahí en donde aparece la diferencia significativa
para las teorías políticas que se pretende poner en circulación en tanto que se
comunican con el propósito explícito o implícito de lograr la adhesión de los
destinatarios. La filosofía política, según Spitz, no puede decretar a priori
lo que los individuos deben querer. Su obligación es, por el contrario, tener
en cuenta los puntos de vista de esos individuos, así éstos se expresen como
opiniones. Pierre Livet en un texto titulado Convenciones y limitaciones de la comunicación, enfatiza en la
imposibilidad de constatar empíricamente el cumplimiento de los principios
formulados en el terreno de lo convencional. Las posiciones suyas y las de
Spitz lo que están patentizando es que el horizonte de sentido válido para lo
empírico es cualitativamente distinto del que aparece como tal para lo teórico.
En el contexto de la
argumentación política concurren, como lo señalan algunos teóricos del lenguaje, distintas y variadas
fuerzas de enunciación. Eso hace que de suyo esa forma de argumentación se haga
compleja. En la más inmediata contemporanidad se ido acrecentando esa
característica. Si hasta pocos años uno podía pensar que las fuerzas de
enunciación pasaban por el enunciador, el enunciatario y la intención, pero que
el escenario casi exclusivo era lo público-estatal, ahora la situación es muy
diferente. Las organizaciones que durante mucho tiempo se entendieron como
afiliadas naturalmente al ámbito de lo privado, ahora reclaman la condición de
lo público y demandan un discurso político. Las reclaman, porque si bien las
coordenadas del Estado pueden ser un tanto difusas, las de la ley y las del
poder no lo son. André-J Belanger en su trabajo sobre La comunicación política, o el juego del teatro y las arenas, logra
plantearlo de una manera bastante clara. Se trata de algo más que un número más
grande de escenarios apropiados para la argumentación política. Se trata de que
esos escenarios se relacionan entre sí a partir de una gramática bastante
particular y al relacionarse delimitan espacios de significación para lo
político que son bien distintos de los que hemos considerado tradicionalmente.
Una cita del texto de Belanger me parece necesaria en este punto: “La comunicación política procede entonces
de la estrategia de la cual
constituye su instrumento principal. Puede llegar a ser manipulación,
incitación, amenaza, persuasión o hasta mandato. Nunca es más que un medio para
lograr un fin, el cual puede ser de naturaleza muy variable. Así entendida, la
comunicación política debe situarse mucho más allá de los círculos comúnmente
reconocidos como políticos”[34]. Al trazar la
trayectoria de una parábola la argumentación política de alguna manera vuelve
sobre sí misma. Sólo que este viaje de ida y de venida la ha cambiado para
siempre y una manera bastante radical. La ha cambiado porque al darse ha
terminado por recibir y por dar incidencias de diverso tipo. Es decir, ha
recibido las marcas que es posible recibir en todo proceso de intercambio
simbólico en el cual aparecen involucrados sujetos, grupos sociales, lenguajes
e intereses ideológicos.
CONTENIDO
Presentación.
Introducción: ¿Qué significa
argumentar en política?
1.
LOS
POSTULADOS DE LA
PRAGMÁTICA.
1.1. El lenguaje como una forma
de acción.
1.2. La teoría de los actos de
habla.
1.3. Los distintos modos de la
afirmación.
1.4. La verdad frente a la
verificación.
1.5. Las estrategias
discursivas.
1.6. Transacción e interacción.
1.7. Acuerdos y transgresiones.
1.8. La polifonía de la
enunciación.
2.
UNA
APROXIMACIÓN AL DISCURSO.
2.1. Del sistema al proceso.
2.2. Cualificaciones y
transformaciones modales.
2.3. Modalización y
subjetividad.
2.4. La construcción de la
verdad.
2.5. Las figuras de la
manipulación.
2.6. Sujeto, espacio y tiempo en
el discurso.
2.7. Una tipología de los
discursos.
2.8. La teoría del análisis
crítico del discurso.
3.
LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN.
3.1. Los aportes de la Retórica.
3.2. Los elementos de la
argumentación.
3.3. Los tipos de argumentos y
las técnicas argumentativas.
3.4. La demostración y la
argumentación.
3.5. El auditorio universal.
3.6. Las falacias
argumentativas.
3.7. La argumentación lógica y
la discursiva.
3.8. La argumentación jurídica y
la política.
4.
LA ARGUMENTACIÓN POLÍTICA.
4.1. El lenguaje como
fundamento.
4.2. La lengua como contexto.
4.3. El convencimiento y la
persuasión.
4.4. Lo público como centro de
lo político.
4.5. Los referentes del discurso
político.
4.6. La dialéctica de la
subjetividad y la política.
4.7. Las posibilidades de la
representación.
4.8. La ética de la
argumentación política.
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31.
ZEMELMAN, Hugo.
De la historia a la política. Siglo
XXI editores. México. 1998.
[2] Sin duda alguna que es a Jacqueline de Romilly a quien debemos la
defensa más documentada y eficaz sobre el papel de los sofistas en la Grecia Antigua.
Son sus argumentos lo suficientemente sólidos y eficaces como para hacernos
pensar en ellos más acá de todos los prejuicios acumulados a lo largo del
tiempo.
[6]
Alvaro Díaz Rodríguez, Op Cit, página
57.
[7] Giandomenico Majone, Evidencia, argumentación y persuasión en la
formulación de políticas, página 57.
1. [16] La polis es necesario entenderla
simultáneamente de dos maneras: como lugar y como modo de vida. El segundo
significado es mucho más importante que el primero, entre otras razones porque
de allí se deriva la condición de ciudadano que es esencial en teoría política.
2. [17] Esa importancia ha llevado a Bice Mortara
Garavelly a sostener en un libro suyo que la retórica es incompatible con el
ejercicio autoritario del poder.
3.
[18] Sin duda alguna que es a Jacqueline de Romilly a quien debemos la
defensa más documentada y eficaz sobre el papel de los sofistas en la Grecia Antigua.
Son sus argumentos lo suficientemente sólidos y eficaces como para hacernos
pensar en ellos más acá de todos los prejuicios acumulados a lo largo del
tiempo.
4. [19] En retórica se utiliza la noción de orador para
aludir a quien argumenta y auditorio para mencionar a quien se busca persuadir.
Yo prefiero los términos de destinador y destinatario, en la medida en que me
parecen más universales.
9. [24]
Majone, Giandomenico. Evidencia,
argumentación y persuasión en la formulación de políticas.
Pg 57
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