El problema de la verdad y
de los criterios de verdad. Lenguaje y conocimiento filosófico.
Verdad, coherencia, certeza. La verdad como
algo del ser: aletheia; la autenticidad, la confianza y la fiabilidad. La
verdad del juicio y de la proposición: adecuación. La verdad del razonamiento:
validez y coherencia. La verdad del entendimiento: seguridad y certeza. La
verdad como lo que no hay: posibilidad del ser y del decir. La verdad como
promesa: lealtad y fidelidad. La verdad del lenguaje: semántica y pragmática.
La verdad ética: veracidad.
En
los ámbitos del conocimiento empírico y del razonamiento lógico, o en los más
complejos aún de la acción práctica, utilizamos criterios de verdad para
evaluar lo que nos ocurre –a nosotros y a las cosas, y al lenguaje con el que
hablamos de todo esto–. Un acto humano consciente, voluntario, ya sea teórico o
práctico, sólo llega a realizarse del todo cuando el sujeto que lo ejecuta es
capaz de valorarlo –darle un sentido– y evaluarlo –determinar su grado de
verdad–. El problema surge cuando intentamos especificar mediante una sola
definición qué entendemos por ‘verdad’, porque, al ser muy distintas las
acciones y los objetos considerados en ellas, muy distintos son también los
criterios de verdad que les aplicamos, y los ‘tipos de verdad’ que cabe
apreciar.
Vamos a ir observando diversas formas de decirse la
verdad. Tal vez al cabo tengan todas algo en común, o tal vez descubramos que
sólo se trata del uso indiscriminado de un mismo término para referirse a
asuntos demasiado dispares. Esto es, puede ser que estemos ante un caso de
imprecisión lingüística. Al final del tema nos tendremos que enfrentar a esta
disyuntiva, y también habremos de reflexionar sobre la relación que se establece
entre el lenguaje y las cosas, porque lo que parece obvio es que el asunto de
la verdad sólo se le plantea a un ser que emite juicios sobre las cosas que le
conciernen y tiene la facultad de recapacitar sobre tales juicios.
1. La verdad ontológica: el verdadero ser de las cosas
Desde los confines de la filosofía resuena un texto que
aún dice así:
«Oh, joven, compañero de inmortales aurigas, que
llegas a nuestra morada con las yeguas que te arrastran, salud, pues no es mal
hado el que te impulsó a seguir este camino que está fuera del trillado sendero
de los hombres, sino la ley y la justicia. Es preciso que aprendas todo, tanto
el imperturbable corazón de la verdad bien redonda como las opiniones de los
mortales, en las que no hay fe verdadera. Aprenderás, también estas cosas, cómo
las apariencias, pasando todas a través de todo, deben lograr la apariencia de
ser.
Y me da lo mismo por dónde deba empezar; pues aquí
llegaré de vuelta de nuevo.
Pues bien, te contaré –y tú, tras oír mi relato, guárdalo–
las únicas vías de búsqueda que cabe considerar. La una, la de que es y que no
puede ser que no sea, es ruta de fe y de fiar (pues la verdad la acompaña); la
otra, la de que no es y que ha de ser que no sea, ésa –te aviso– es senda de
toda fe desviada: que lo que no es ni podrás conocerlo (eso nunca se alcanza)
ni en ello pensar. Pues lo mismo es el pensar y el ser.» (Parménides de Elea, Fragmentos,
s. V a. C.).
Una primera forma de decir la verdad se deja oír en
griego ya en unos fragmentarios textos de Parménides de Elea[ASF1]. La verdad es desocultamiento, ‘alétheia’, (un derivado negativo del verbo
griego , ‘ocultar’) en cuanto ésta ocurre cuando ponemos el ser de la cosa
al descubierto, o sea, cuando volvemos la vista hacia lo que en verdad, sin
velos, es. Mirando hacia aquello de la cosa que es en verdad, y no a lo que en
ella es un no-ser o sólo un casi-ser, la vista bien dirigida revela una nueva
experiencia intelectual.
La verdad, según este sentido,
sucede cuando el pensamiento transita por senderos que permiten poner al
descubierto el ser de las cosas. Y esto implica que hay un ser auténtico, de verdad,
que puede que esté oculto, y algo que tapa y obstaculiza.
¿Cómo diferenciar, entonces, una
cosa y otra?
Si el verdadero ser se halla oculto,
¿qué noticias tenemos de él?
¿A través de las apariencias
mediante las que se mostraría, o por otro camino totalmente apartado de ellas,
porque entendemos, como Parménides, que las apariencias no alcanzan a desvelar
el ser de verdad, y lo único que logran es confundirnos?
Si las apariencias engañan, ¿cómo
llegar al imperturbable corazón de la verdad? Pero cuidado, que si admitimos
que las apariencias engañan, ¿no estamos entonces despreciando lo más evidente,
lo más palpable, y considerando inauténtica y falsa a la única forma de
presencia que tiene la cosa, su pura manifestación? ¿No parecen las apariencias
lo más claro y descubierto? ¿Quién dice que engañan? ¿O es que el verdadero ser
de las cosas no se halla en las cosas?
En este primera forma de abordar el
asunto de la verdad se nos presenta la cuestión de modo terminante: el ser se
esconde y las apariencias engañan. Y por tanto, el discurso que ponga de
manifiesto el ser de verdad ha de ponerlo al descubierto. O sea, que lo que nos
dice esta antigua tradición es que en el mundo hay algo esencial, íntimo, que
hay que esforzarse en desvelar si se emprende la tarea de decir la verdad, y
algo superficial que encubre y distorsiona, y que sólo puede ofrecer opinión
infundada y, aunque cómoda, falsa seguridad.
Como resolvamos lo que sea en
concreto un ámbito y otro, la verdad y lo que la oculta, ya será trajín peculiar
de cada una de las filosofías. Lo que está claro es que al principio la verdad
no se sabe; sólo sabemos que se opone a lo aparente, o a lo que tiene una
realidad inferior, o derivada, inauténtica. Se trata de determinar dónde se
oculta el ser, y cómo es en verdad, cuando se pone al descubierto. No vamos a
señalar aquí todas las soluciones ofrecidas a lo largo de la historia de la
filosofía, sino a mostrar tan solo algunos planteamientos clásicos.
Por una parte, el platonismo, –uno de los modos posibles de
leer a Platón, no el más acertado, pero sí el más extendido– entenderá que el
ser verdadero de las cosas es el ser esencial que el pensamiento es
capaz de poner de manifiesto al alcanzar la definición ideal, y que las apariencias,
engañosas e inconstantes, objeto inmediato de los sentidos, aunque representan
modos cambiantes y temporales de plasmarse la esencia constitutiva, no son más
que realidades derivadas y encubridoras del verdadero ser. En definitiva, no
hay más verdad que la que es capaz de mostrar el discurso que habla de la
esencia de las cosas, porque el lenguaje de las apariencias, por mucho que
quiera ajustarse a los modelos ideales, no llegará más que a mostrar una copia
de la realidad, una imagen imperfecta y subordinada.
De tal manera que si podemos diferenciar el ‘oro falso’
del ‘oro auténtico’ es porque poseemos la idea de lo que debe ser el ‘oro’ para
serlo de verdad. Y ésta, la noción de ‘oro’, no nos la proporciona la
experiencia; antes bien, hay que haberla adquirido previamente para poder
evaluar y distinguir, para que la estimación de lo verdadero y lo falso sea
posible.
Con la teología cristiana de San
Agustín la concepción de una realidad configurada por los modelos arquetípicos
de la verdad –la esencia de las cosas–, y por las imágenes donde aquellos se
ocultan –las cosas del mundo–, se radicaliza, hasta el punto de que nos
encontramos ante dos tipos de entidades de carácter diametralmente opuesto: por
una parte, el Creador, Ser necesario, que posee los modelos ideales en los que reside
la verdad; por otra parte, las criaturas, las cosas sensibles, seres
contingentes que participan de la verdad porque están hechos conforme a las
ideas arquetípicas presentes en el intelecto divino, pero que se hallan
infinitamente alejados de él. Sólo mediante una gracia de la divinidad, la
‘iluminación’, puede el intelecto humano, única criatura terrestre facultada
para acceder a la verdad, descubrir la esencia de las cosas.
2. La verdad como adecuación: la relación entre el
lenguaje y las cosas
En el extremo opuesto se halla la
tradición aristotélica. Según el planteamiento que impulsó el propio
Aristóteles criticando el platonismo, la verdadera esencia no se encuentra
fuera de las cosas mismas. En definitiva, las cosas siempre son lo que son; lo
que puede ser verdadero o falso no son ellas, sino lo que se dice sobre ellas.
De este modo, no se trata ya de dirigir la mirada a lo esencial o a lo
ocultador, de afrontar el dilema platónico, sino de cuidar el lenguaje con el
que se habla de lo único que hay: la desnuda realidad de las cosas.
Nos encontramos entonces en los
terrenos de aquellas filosofías que entienden que lo que buscan, pensando la
verdad, es un asunto del lenguaje. La verdad va a ser algo que propiamente le
ocurra a los enunciados. Y por tanto habremos de diferenciar los discursos
verdaderos de los discursos falsos. Una vez que ya se sabe la verdad, conviene
poner los medios para decirla siempre, ajustar el discurso para que éste
alcance la mayor corrección, la más rotunda exactitud.
La verdad, según Aristóteles y a
partir de él todos lo que defiendan esta teoría, consiste en la conformidad de
una proposición con la realidad. Hablamos pues de la correspondencia de un
enunciado con los hechos: «decir de lo que es que no es, o de lo que no es
que es, es lo falso; decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es
lo verdadero» (Metafísica, 1011 b, 26-27).
Tradicionalmente se denomina a esta
forma de entender la verdad ‘teoría de la correspondencia’ –, en griego–,
y Sto. Tomás la expresaba con la fórmula latina «adaequatio rei et
intellectus», razón por la cual también podemos aplicar a esta perspectiva
el nombre de ‘teoría de la adaequatio’. Es obvio que, según como
pensemos la relación entre el lenguaje y las cosas, y el tipo de lenguaje que
tomemos en consideración, nos encontraremos con diversas versiones de esta
teoría de la correspondencia. Además, sea cual sea la que sostengamos, habremos
de decidir cómo se explica la posibilidad de la concordancia entre los
enunciados y los hechos que señalan.
1. Versión aristotélica
Aristóteles distingue dos tipos de
discursos: aquellos que tienen como objeto la verdad –la demostración
científica, un discurso sobre lo que es– y los discursos que sólo
pretenden convencer u ofrecer razones plausibles –la argumentación retórica y
dialéctica–. Para que la demostración científica alcance a decir la verdad,
esto es, concuerde con los hechos, es necesario, primero, que la argumentación
–silogismo– sea correcta[ASF2],y segundo, que lo que se dice se sepa bien y se haya confirmado.
«Nosotros pensamos que tenemos
conocimiento de cualquier cosa en sentido estricto –no precisamente un
conocimiento sofístico y fortuito– cuando creemos nosotros mismos que sabemos
la causa del hecho, lo que es la causa de ese hecho, y que no podría ser de un
modo diferente del que es...» (Aristóteles,
Analíticos segundos, libro
1º, cap. 2).
El conocimiento adecuado, la verdad,
proviene del conocimiento de las causas, dice Aristóteles. ¿Y al conocimiento
de las causas, cómo llegamos? Como no podríamos admitir retrotraernos
interminablemente a otras causas, porque por algún sitio empezamos a conocer,
hemos de aceptar que obtenemos certeza –confirmación de la verdad de nuestros
puntos de partida– mediante tres procedimientos: la evidencia empírica,
la inducción, y el hábito.
En la base de la concepción
aristotélica de la verdad se encuentra una teoría del conocimiento, que algunos
denominan ‘realista’, y que va a determinar durante una gran parte de la
historia de la filosofía la forma en que se puede hablar de certeza y
conocimiento verdadero.
1. La sensación. El primer
criterio de certeza es la sensación, que es base y condición del conocimiento,
pues el conocimiento del mundo natural debe empezar por la observación de las
cosas y de los seres que nos rodean. Mediante la sensación, al distinguir una
cosa de otra, se capta lo individual, los seres singulares y concretos. Con lo
cual, el primer fundamento de la adecuación reside en la correspondencia entre
las sensaciones y los enunciados que las describen.
2. La inducción. La sensación
es común a todos los seres vivos, y la mayoría se basta con ella. Pero los
hombres tienen la posibilidad de ir más allá, y convertir la sensación en
experiencia. Ésta se alcanza en primer lugar gracias a la capacidad de
conservar las sensaciones en el recuerdo, acumulando casos particulares, que
posteriormente pueden servir para que se efectúe una generalización a partir de
la comparación de casos semejantes. Se trata, entonces, de que podemos abstraer
lo idéntico que subyace detrás de los ejemplos particulares. A este proceso de
abstracción le llamamos ‘inducción’, y está sometido a una segunda forma de
verificación, que se basa en la correspondencia entre el universal abstraído y
las leyes y formas universales que, según Aristóteles, se encuentran
esencialmente en las cosas naturales.
3. El hábito. Para completar
la constitución de la sensación en experiencia es necesario un segundo
ingrediente, además de la inducción, que consiste en, como dice Aristóteles,
«un cierto hábito». Una vez que se ha producido la observación de los seres
particulares, y la generalización de aquellas características que encontramos
constantes y esenciales, se desarrolla una disposición intelectual capaz de
atribuir a nuevos casos la misma regularidad que ya se ha experimentado.
Podemos decir que hay una ley universal subyacente a todos los casos, que vale
para los sucesos futuros no examinados, y que, gracias a un cierto hábito de
reconocimiento, nos permitimos efectuar la operación de atribuir las leyes ya
conocidas a los nuevos sucesos semejantes que las cumplen. Y este procedimiento
implica una constante comprobación de las generalizaciones y los juicios, que
se ven sometidos al tribunal de la naturaleza.
Descubrimos entonces, en la
epistemología de Aristóteles, una teoría de la verdad que abarca desde la mera
y simple verificación del dato sensible –llueve– hasta la compleja comprobación
de la ley inductiva –todos los animales sin hiel son de larga vida[1]–. Como hemos visto,
basada en una teoría empírica del conocimiento, guarda relación con las formas
más habituales de entender la verdad, porque la correspondencia entre el juicio
y los datos sensibles constituye el criterio habitual de verdad que se aplica
desde el sentido común.
2. Versión escolástica
Sto. Tomás define la verdad como
‘adecuación entre las cosas y el intelecto’ (adaequatio rei e intellectus).
La verdad consiste en la correspondencia entre lo que las cosas son y lo que el
intelecto expresa en la proposición. Pero el problema surge cuando nos
planteamos cómo es posible esa correspondencia. ¿Cómo puede adecuarse el
intelecto al ser de la cosa? Con su respuesta Sto. Tomás establecerá el modo
escolástico de entender la verdad como correspondencia, una solución que será
fielmente aceptada por la filosofía cristiana posterior, y considerada
argumento de autoridad.
La relación esencial y fundante de
la verdad es la que tienen las cosas con el entendimiento de Dios (adaequatio
Res ad Intellectum), porque esta concordancia es anterior a la que existe
entre el entendimiento humano y los seres del mundo. En cuanto criaturas, las
cosas concuerdan con las ideas divinas mediante las cuales fueron creadas. Y en
este sentido ontológico hay que decir que todas las cosas son verdaderas,
porque aparecen ya en correspondencia con el entendimiento divino, en la medida
en que ya estaban desde siempre en él.
También la inteligencia del hombre,
al igual que las demás criaturas divinas, es constitutivamente verdadera. La
adecuación entre la realidad y las ideas del intelecto humano se realiza entre
criaturas conformes entre sí, porque ambas provienen del entendimiento divino y
son acordes desde el principio. En definitiva, el garante de la adecuación
entre el entendimiento y la cosa es Dios, porque en Él reside la clave de la
verdad.
De cualquiera manera, el
entendimiento se puede equivocar, y la adecuación, aunque posible, ni es
constante ni se haya realizada de una vez por todas. Además, siendo el
entendimiento y las cosas tan desemejantes, ¿cómo puede el intelecto humano, en
la práctica del conocimiento, alcanzar la adecuada correspondencia entre sus
juicios y las cosas? El proceso de unión de las cosas y el alma –según la
tradición tomista– se produce gracias a la plasticidad del alma para dejarse
afectar e impresionar por las formas esenciales de los objetos. El
entendimiento, la parte más elevada del alma, en el acto de conocimiento es
capaz de volverse todas las cosas, por supuesto, adoptando la forma intelectual
que ya se encuentra en las propias cosas y que es capaz de imprimir su huella
en el alma. En definitiva, el alma puede recibir la impresión de la cosa, la
idea, porque la cosa en cierto modo ya es también idea, forma, . La
composición hilemórfica de la cosa individual, su estar integrada
necesariamente por materia y forma, permite explicar el conocimiento como
abstracción de la forma, y la recepción de ésta en el alma como el encuentro de
dos criaturas afines, análogas, y producidas conforme a los principios de un
mismo impulso creador.
A partir de lo ya expresado se puede
entender que el lugar propio de la verdad en el pensamiento
aristotélico-tomista sea el juicio. En el juicio se realiza la unión de lo que
es en la cosa y de lo que es en el pensamiento, porque en el
juicio se dice que lo que se enuncia es un aspecto de la cosa y que es también
idea conocida. Supone la síntesis perfecta de ambas facetas, pura expresión de
la conformidad entre la res (subiectum) y lo conocido de la res
en la conceptuación (predicatum).
3. La coincidencia consigo mismo
En hebreo se entiende por ‘emunah’
la fidelidad a la promesa realizada. Lo verdadero es aquello que es digno de
confianza. Y en esencia, por tanto, lo verdadero sólo puede ser atributo de una
voluntad, de un ser capaz de tomar una decisión, de un sujeto capaz de
comprometerse. Es verdadero aquello que es fiel y cumple su palabra. Para el
hebreo, entonces, sólo Dios es propiamente verdadero, porque es el único ser en
el que se puede confiar, la suprema fidelidad.
Verdadero es, decimos, aquel ser
capaz de hacer que en el futuro sea lo que se ha dicho que tiene que ser. El
atributo de la verdad según este planteamiento traza una peculiar
correspondencia, porque ya no se efectúa entre lo que las cosas son y lo que se
dice de ellas, sino entre lo que se proyecta de ellas en la promesa y lo que
van a ser. En definitiva, ese pueblo lanzado al futuro y a la historia que es
el pueblo hebreo no entiende que lo verdadero se halle ya aquí, en el mundo
presente, mundo deficiente del que siempre cabe desconfiar, sino en un progreso
previsto, en una innovación que abre nuevas posibilidades al ser del mundo y
amplía lo ya existente. Tal progreso lo opera una voluntad que se decide a
confiar en lo que va a suceder, que es fiel a su compromiso y coopera con él.
La palabra que confirma la promesa de la verdad dice ‘amén’: ‘así sea’.
Tal noción de ‘verdad’ interesó a
Ortega porque su concepción de la vida y del saber requiere que la verdad no
anide en el ser de las cosas, sino en la coincidencia del hombre consigo mismo,
en su íntima sinceridad.
«Si resultase que, como siempre
se ha creído, tienen las cosas por sí un ser, me parece muy difícil poder
justificar que el hombre tenga interés ninguno en ocuparse de él. Más favorable
sería el caso contrario. Pues puede acaecer que la verdad sea todo lo contrario
de lo que hasta ahora se ha supuesto: que las cosas no tienen ellas por sí un
ser, y precisamente porque no lo tienen el hombre se siente perdido en ellas,
náufrago en ellas, y no tiene más remedio que hacerles él un ser, que
inventárselo. Si así fuese, tendríamos el más formidable vuelco de la tradición
filosófica que cabe imaginar. (...) Pero entonces las ideas de problema y
solución adquieren un sentido completamente distinto del que han solido tener,
un sentido que originariamente excluye la interpretación intelectualista y
cienticista. Algo me es problema no porque ignore su ser, no porque no haya
cumplido mis supuestos deberes de intelectual frente a ello, sino cuando busco
en mí y no sé cuál es mi auténtica actitud con respecto a ello, cuando
entre mis pensamientos sobre ello no sé cuál es rigorosamente el mío, el que de
verdad creo, el que coincide conmigo. Y viceversa, solución de un problema no
significa por fuerza el descubrimiento de una ley científica, sino tan sólo el
estar en claro conmigo mismo ante lo que me fue problema, el hallar de pronto
entre las innumerables ideas respecto a él una que veo con toda evidencia ser
mi efectiva, auténtica actitud ante él. El problema sustancial, originario y en
este sentido único es encajar yo en mí mismo, coincidir conmigo, encontrarme a
mí mismo» (Ortega y Gasset, J., En
torno a Galileo, Madrid, Alianza, 1982, 108-110).
La verdad como autenticidad y
responsabilidad del hombre nos sitúa la cuestión de la coincidencia en terrenos
más complejos y vitales que los presentados con anterioridad, meramente
epistemológicos. Porque en aquellas formas científicas o teológicas de verdad
como coincidencia que hemos señalado, la verdad, en cuanto verdad objetiva, se situaba
en la relación entre el lenguaje y lo que éste era capaz de enunciar, ya fuera
tal lenguaje palabra de Dios o discurso humano. En definitiva, en ellas la
verdad se podía reducir al buen uso de un código cuyas claves se encontraban,
para unos, en la labor científica, y para otros, en la mente de Dios.
Pero ahora no se trata de atender a
la verdad en cuanto corrección en el uso de un lenguaje; se trata de observar a
aquél que dice la verdad. El ser verdadero, dice este planteamiento, no es una
propiedad del lenguaje, sino del sujeto que lo habla. Y por tanto estamos ante
una verdad subjetiva, pero en cierto modo, más honda y crucial que las
anteriores.
En primer lugar, hemos de detenernos
en lo que pretende el ser humano que se sabe capaz de ser verdadero. Su
capacidad de verdad se revela no tanto en lo que dice –cuya verdad objetiva se
conoce por el mero hecho de emplear adecuadamente los códigos– sino en la
intención con la que lo dice, esto es, en el sentido de su enunciación. La
verdad del ser humano es cuestión de sentido, no de significado. Y por eso se
puede mentir, o bromear, o fingir, o traicionar... Pues la diferencia entre una
cosa y otra, entre significado y sentido, permite que se pueda expresar una
cosa distinta de lo que se está diciendo. O sea, que aquello que se oiga,
aunque signifique eso concreto, pueda tener otro sentido, ir en otra dirección,
apuntar hacia otro sitio.
Con las posibilidades que abre la
noción de ‘sentido’ se nos presenta no tanto la verdad o la falsedad de las
cosas y de los lenguajes, sino la verdad o la falsedad de aquél que al decirlas
se está diciendo a sí mismo. El que canta –como decía Machado–, verdaderamente
no canta su canción, sino a quien consigo va.
Si observamos bien lo que ocurre
cuando nos centramos sólo en los lenguajes, descubrimos que la falsedad
consiste más bien en equivocación, en error. Esto es, cuando tomamos solamente
como criterio de verdad la adecuación entre lo que se dice y lo significado por
lo que se dice –el enunciado, los hechos–, admitimos que puede ocurrir que el
mecanismo de relación funcione o no, pero no cabe achacar intenciones aviesas a
nadie, porque realmente no estamos nunca prestando atención a la voluntad que
maneja ese lenguaje. Parece como si la ciencia, divina o humana, fuese un
asunto de máquinas precisas o erróneas, pero nunca de máquinas mentirosas. En
cambio, cuando nos llevamos la verdad a los territorios de la voluntad de un
sujeto, la cosa cambia. Porque aquí la verdad revela, sobre todo, a un ser
humano honesto o, en su defecto, a un auténtico farsante.
En segundo lugar, y a tenor de lo
que afirma Ortega, podemos reparar en que el ser humano se la juega de verdad
cuando se proyecta sobre las cosas, cuando se compromete con una determinada
forma de ser. Este compromiso tiene la forma de la promesa y se impulsa siempre
hacia un tiempo futuro: ‘prometo que las cosas serán así’. De forma tal que la
verdad como promesa dispone un modo de discurso totalmente diferente al que
ofrece la verdad como adecuación, pues ésta, limitándose a la descripción de un
estado de cosas, no atañe más que al momento presente en el que se enuncia; en
cambio, la promesa articula el momento presente con el futuro, y así abre un
tiempo, genera una línea narrativa, una experiencia, en la que el sujeto que se
compromete se la juega. Ha puesto en juego su palabra, y con ella el sentido de
su vida, pues a lo largo de su aventura puede resultar un ser humano de verdad
o un falso, dependiendo de que sepa mantenerse fiel a su promesa o no. En este
sentido, la verdad-promesa es más vital que las anteriores, porque se realiza
como peripecia, como aventura de un sujeto que se arriesga en ella a ser lo que
dice que va a ser. Y si nos fijamos nos daremos cuenta que estamos ante la
verdad quijotesca, porque en la andanza del caballero no se trata de ser
caballero andante real o de ficción, sino de ser de verdad, esto es, de
afrontar hasta el último momento la decisión de correr la aventura de serlo.
El reto de ‘encontrarse a sí mismo’,
de ‘coincidir consigo mismo’, que Ortega señalaba en el texto comentado revela
en esta teoría de la verdad su auténtico sentido. Ese encuentro no se realiza
con algo que ya se está siendo, o que se debería ser, sino con la proyección
futura que el sujeto se aventura a ser y que, en el mismo acto, le constituye
como tal. Sólo se es en el proyectarse. Y lo que se es sólo puede consistir en
algo nuevo, invención vital. El ser humano, en su autenticidad, sólo se
encuentra en la fidelidad a la promesa que lo constituye como ser creativo, como
ser aún por venir.
3. Los criterios de confirmación de la Verdad
Una vez que ya se sabe la verdad,
parecería que se trata de decirla siempre. O, al menos, de tenerla bien
presente para mentir con soltura. Pero, ¿cómo conseguir la certeza de que se
está haciendo así? Líneas atrás hemos presentado brevemente la teoría de la
inducción de Aristóteles, como ejemplo de criterio empírico de certeza. Ahora
podemos analizar las formas más elementales de certeza con detenimiento, a
partir de los tipos de discurso capaces de expresar la verdad. Y éstos son
básicamente tres: los que se refieren a verdades formales o sintácticas, los
que se refieren a verdades semánticas –-de razón o de hecho–, y los que atañen
a compromisos éticos, a verdades pragmáticas.
1. Las verdades formales o lógicas y
la validez formal como criterio de certeza
Se entiende por ‘verdad lógica’
aquélla que sólo depende de la validez formal de una argumentación. Y una
argumentación –lógica o matemática, por ejemplo– es formalmente válida cuando se
ajusta a las reglas de inferencia, esto es, cuando sigue con rigor los
procedimientos deductivos que el sistema lógico determina. El criterio de
certeza que aplicamos en este caso es meramente estructural, sintáctico, y por
tanto, en lo que se refiere a las verdades lógicas, más convendría hablar de
‘corrección’ o ‘validez’ que de ‘verdad’.
Ocurre lo siguiente. De los
enunciados que integran un razonamiento decimos, utilizando los criterios de la
lógica clásica, que son ‘verdaderos’ o ‘falsos’. La verdad de estos
enunciados se puede averiguar de diversas maneras, pero siempre estamos
ante un problema semántico, porque se trata de comprender lo que el enunciado
expresa y decidir sobre si el estado de cosas se corresponde con tal
significado o no. Por ejemplo, la decisión que tomamos ante el juicio:
‘Shakespeare escribió el Quijote’. De inmediato decimos: ‘eso es falso’.
Pero la verdad de la relación que
este enunciado puede tener con otros depende de un criterio sintáctico, de su
validez racional, que es por completo independiente del valor concreto de
verdad de cada uno de los juicios:
Si Shakespeare escribió el Quijote,
yo soy Francisco Pizarro.
Es así que Shakespeare escribió el
Quijote’.
Luego yo soy Francisco Pizarro.
Como podemos observar la argumentación
enlaza un conjunto de falsedades, pero no puede ser más correcta. Su validez
depende de la forma en la que está resuelta, no de lo que sus enunciados dicen
o de la conclusión a la que se llega. Estamos entonces ante una verdad formal,
que es evaluada mediante criterios de corrección sintáctica.
Los criterios de corrección
sintáctica dependen de la estructura lógica que estemos empleando, la cual
dispondrá de unas reglas, a veces explícitas y otras meramente tácitas, para
dirigir el enlace y la coherencia de los razonamientos. Por ejemplo, las
matemáticas exigen unas condiciones de rigor que la lógica del lenguaje
cotidiano no tiene en cuenta, de tal manera que en ésta última podemos jugar
con los malentendidos, las ironías, los dobles sentidos, las ambigüedades... A
pesar de la gran diversidad de sistemas sintácticos que podemos construir, gran
parte de la indagación filosófica a lo largo de la historia se empleó en la
tarea de descubrir los principios básicos que habría de cumplir cualquier modo
de razonamiento, de encontrar una sintaxis universal, entendiendo que una sola
lógica debía dirigir el pensamiento independientemente de aquello a lo que éste
se aplicase. Nació la idea de ‘lógica universal’, y con Leibniz [ASF3]el proyecto de alcanzar un cálculo lógico que fuese capaz de sintetizar los
procedimientos lógicos más fundamentales y generales.
Hemos encontrado, entonces, un
primer criterio de certeza, la validez formal, mediante la cual podemos
determinar la corrección sintáctica de un discurso. La tarea de la lógica,
desde los filósofos griegos hasta nuestros días, se ha centrado en el estudio
de los esquemas de razonamiento formalmente válidos, en lógicas clásicas y en
lógicas divergentes, de tal manera que gracias a lo logrado por esta disciplina
tenemos a nuestro alcance un muestrario de modelos de validez formal que nos
permiten decidirnos sobre la corrección de una nutrida cantidad de discursos,
en los terrenos de la ciencia y en los del lenguaje cotidiano. Presentaremos
los modelos más relevantes a lo largo de la historia en el tema que trata de la
Lógica.
2. Las verdades semánticas: verdades
de razón y verdades de hecho. La certeza como evidencia intuitiva y como
confirmación empírica.
No sólo nos preguntamos si nuestros
razonamientos son correctos, sino que también deseamos tener la seguridad de
que los enunciados que los integran dicen la verdad. Por tal razón, un estudio
riguroso de las condiciones lógicas del conocimiento no podrá contentarse
únicamente –como ya sostuviera Aristóteles– con mostrar los modos generales de
argumentación –los silogismos, las reglas de inferencia, etc...–, sino que ha
de preocuparse por los criterios mediante los cuales se determina la verdad de
los enunciados, las razones que los verifican y demuestran.
Se trata de afrontar el examen del valor semántico de los
juicios, con el objeto de obtener procedimientos y criterios fiables que nos
permitan determinar la verdad de lo que decimos. Y según una vieja tradición
filosófica que el alemán Leibniz puso en claro, lo que decimos puede expresar
una ‘verdad de razón’ o una ‘verdad de hecho’.
La distinción entre ‘verdades de razón’ y ‘verdades de
hecho’, muy discutida a lo largo de la historia de la filosofía moderna, puede
servirnos para resumir lo que se ha dicho sobre los criterios de certeza
semánticos, y además para perfilar las distintas posturas que pueden surgir a
la hora de examinar la noción de ‘conocimiento indudable’.
Las verdades de razón y la evidencia intuitiva
Siguiendo a Leibniz, podemos decir que las ‘verdades
de razón’ son verdades necesarias, cuyo opuesto es imposible. Su fundamento
racional se puede determinar mediante el análisis, un procedimiento dialéctico
que va pasando de las ideas más complejas a las más simples, hasta llegar a las
primitivas, que son los principios indemostrables. Por ejemplo: que los lados
internos de cualquier triángulo sumen ciento ochenta grados es una verdad de
razón, fundamentada únicamente en el significado de las ideas que maneja
–‘ángulo’, ‘triángulo’, ‘sumar’, ‘lado’, etc...– y en la comprensión de los
principios que permiten establecer esta propiedad, esto es, en la
comprensión de la noción de triángulo según la geometría euclidiana. Por
supuesto su opuesto es imposible: no puede haber ningún triángulo cuyos ángulos
sumen más o menos de ciento ochenta grados.
Se trata, entonces, de certezas que alcanzamos gracias al desarrollo de los
conceptos que integran estos juicios, conceptos que podemos combinar de acuerdo
a las definiciones y a las propiedades que les atribuimos.
El racionalismo filosófico[ASF4] gira en torno a esta idea de ‘verdad de razón’. Porque para esta postura
teórica las ‘verdades de razón’ no constituyen un modo de conocimiento entre
otros, sino el único evidente. Cualquier otra forma de conocimiento obtiene su
certeza de alguna ‘verdad de razón’ y en este sentido ha de ser reducible a
ella. O dicho de otra forma, no hay más verdades que las de razón. De tal
manera que, según este planteamiento, para determinar un criterio de certeza
que nos permita decidirnos sobre la verdad de nuestros juicios podemos
limitarnos a estudiar las condiciones en que una ‘verdad de razón’ es evidente.
Y para observar el fundamento de esta teoría, atendamos a lo que nos dice
Descartes, que no en vano es quien empezó a dar forma a esta idea.
Según Descartes, en su libro Discurso del método, es menester tomar
como primera regla de un método que nos asegure la certeza de nuestros juicios
la siguiente: «...no aceptar nunca cosa alguna como verdadera que no la
conociese evidentemente como tal, es decir, evitar cuidadosamente la
precipitación y la prevención y no admitir en mis juicios nada más que lo que
se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente, que no tuviese ocasión
alguna de ponerlo en duda»[2]. Vemos que
Descartes sostiene sólo aceptar ‘lo que se presente al espíritu tan clara y
distinto que no se pueda poner en duda’. Lo ‘claro’ es aquello que se ofrece
con nitidez y lo ‘distinto’ lo que puede ser distinguido y separado del resto
de las cosas. Buscamos, por tanto, aquello que pueda ser considerado una
evidencia nítida y bien definida. Lo que Descartes va a llamar una ‘intuición’.
«Entiendo por ‘intuición’, no la confianza fluctuante que dan los
sentidos o el juicio engañoso de una imaginación de malas construcciones, sino
el concepto que la inteligencia pura y atenta forma con tanta facilidad y
distinción que no queda absolutamente ninguna duda sobre lo que comprendemos; o
bien, lo que viene a ser lo mismo, el concepto que forma la inteligencia
pura y atenta, sin posible duda, concepto que nace de la sola luz de la
razón y cuya certeza es mayor, a causa de su mayor simplicidad, que la de
la misma deducción, por más que esta última no pueda ser mal hecha ni siquiera
por el hombre, como hemos hecho notar más arriba. De esta manera todo el mundo
puede ver por intuición intelectual que él existe, que piensa, que un triángulo
está limitado sólo por tres líneas, un cuerpo esférico por una única
superficie, y otros hechos semejantes que son mucho más numerosos de lo que la
gran mayoría advierte, a consecuencia del desdén que experimentan e volver su
inteligencia hacia cosas tan fáciles»[3].
La evidencia intuitiva para Descartes, en cuanto intuición intelectual y
por tanto ajena a los extravíos de la sensibilidad y de la imaginación,
consiste en la comprensión inmediata de un concepto que se ofrece a la mente
con plena claridad y distinción. Y éste será el primer pilar del conocimiento
exento de dudas, el primer criterio de certeza; a él se añadirá el
procedimiento de argumentación que la lógica y la matemática han sido capaces
de elaborar y perfeccionar, esto es, el razonamiento deductivo, que mediante
reglas muy simples nos permite ir estableciendo una cadena de certezas con la
seguridad de que si somos fieles a los mecanismos deductivos podremos asegurar
la verdad en todos los pasos.
«Aquí, pues, distinguimos la intuición intelectual de la deducción
cierta por el hecho de que, en ésta, se concibe una especie de movimiento o
sucesión, mientras que en aquélla no ocurre lo mismo; además, la deducción no
requiere como la intuición una evidencia actual, sino que ella toma más bien de
alguna manera su certeza a la memoria. De ello se sigue, podríamos decir, que
las proposiciones que son la consecuencia inmediata de los primeros principios
se conocen desde un punto de vista distinto, unas veces por intuición, otras
veces por deducción; en cuanto a los primeros principios, son solamente
conocidos por intuición, mientras que, por el contrario, sus conclusiones
alejadas no lo son más que por deducción»[4].
La peculiaridad del racionalismo va a consistir en no admitir más criterio
de certeza que la evidencia intuitiva, y en afirmar que a tal criterio sólo se
pueden ajustar las ‘verdades de razón’; dicho más cartesianamente, las ‘ideas’
que son fruto o de una intuición o de una deducción a partir de intuiciones, de
evidencias primeras. A partir de este momento el pensamiento de Descartes se
aplicará a la búsqueda de las evidencias que son comunes a cualquier modo de
conocimiento. Éstas serán las evidencias metafísicas, absolutas e indudables,
cuyo carácter racional y plenamente intuitivo se intentará demostrar a través
de la duda metódica, a través del procedimiento crítico que, aplicando los
criterios de certeza, permitirá alcanzar el conocimiento verdadero gracias a
desenmascarar y eliminar cualquier modalidad de experiencia sensible o de
fantasía sin fundamento. Tras la labor de la duda metódica tres serán las ideas
consideradas irrefutables: la conciencia de sí que posee el que piensa –idea de
Yo–, la idea de Ser perfecto y la idea matemática de Mundo –materia y
movimiento–.
Pero no todas las teorías otorgan tanta importancia a las verdades de razón
como el racionalismo cartesiano. En otros planteamientos no sólo convivirán con
otro tipo evidencias –las verdades de hecho–, sino que, según las tesis más
extremas del empirismo[ASF5], incluso podrán ser reducidas a éstas, en cuanto se defenderá que el
fundamento del conocimiento verdadero se halla en la experiencia, y que los
conceptos y las ideas no son más que formas complejas de experiencia
almacenada.
Aún así, los filósofos posteriores a Descartes, incluso los empiristas,
seguirán destacando la posibilidad de hablar de ‘verdades de razón’, sea cual
sea su valor y la importancia que se les confiera. Así, David Hume aceptará la
distinción entre ‘conocimiento de hechos’ y ‘conocimiento de relaciones entre
ideas’, entendiendo que en éste las ideas que se unen sólo están sujetas al
principio de no-contradicción, de tal manera que los juicios que lo expresan
son siempre verdaderos y de tal índole que establecen siempre una relación
invariable. Más tarde Kant diferenciará el conocimiento basado en juicios a
priori del conocimiento basado en juicios a posteriori. Los juicios a
priori son aquellos que se obtienen independientemente de toda experiencia,
con lo cual no hay ningún dato empírico que pueda invalidarlos. Son, por tanto,
universales y necesarios. Por el contrario, los juicios a posteriori nos
ofrecen verdades de hecho, obtenidas a partir de algún tipo de experiencia[ASF6], lo que les hace ser contingentes y relativos. Veamos a continuación los
criterios de certeza que podemos aplicar a estos juicios que, por sus propios
caracteres, no parecen tan seguros y dignos de confianza como aquellos que sólo
tienen en cuenta los criterios de evidencia intuitiva.
Las verdades de hecho y la confirmación empírica
Las ‘verdades de hecho’, que se expresan mediante juicios a posteriori según
la clasificación kantiana, son contingentes como acabamos de afirmar. Esto es,
su opuesto es siempre posible, independientemente de que los hechos, en un
momento preciso, muestren lo contrario. Por ejemplo: el día en que escribo la
frase ‘hace sol’ esta frase es verdadera, pero bien podría ser falsa, y estar
nevando, porque estamos a primeros de Febrero. ¿Con qué criterios contamos pues
para decidirnos sobre la verdad de juicios que dependen de condiciones
espacio-temporales, de circunstancias?
Al igual que el racionalismo, pero en el extremo opuesto, el empirismo
radical va a entender que los únicos juicios dignos de confianza son los que
expresan ‘verdades de hecho’, y que todos los demás juicios, que supuestamente
relacionan ideas de manera necesaria, están basados al fin y al cabo en una
evidencia empírica. O dicho de otra manera, que el conocimiento no sólo
comienza en la experiencia, sino que en él todo es experiencia.
Pero, experiencia, ¿de qué tipo? Las posturas más clásicas, ya desde
Aristóteles, entienden por experiencia la percepción sensorial. Por ejemplo, en
un célebre texto de Hume se define la percepción de la siguiente manera:
«Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros
distintos que yo llamo impresiones e ideas. La diferencia entre ellos consiste
en los grados de fuerza y vivacidad con que se presentan a nuestro espíritu y
se abren camino en nuestro pensamiento y conciencia. A las percepciones que
penetran con más fuerza y violencia llamamos impresiones, y comprendemos bajo
este nombre todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su
primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de éstas
en el pensamiento y razonamiento, como, por ejemplo, lo son todas las
percepciones despertadas por el presente discurso, exceptuando solamente las
que surgen de la vista y tacto y exceptuando el placer o dolor inmediato que
pueden ocasionar. Creo que no será preciso emplear muchas palabras para
explicar esta distinción. Cada uno por sí mismo podrá percibir fácilmente la
diferencia entre sentir y pensar»[5].
El criterio de certeza que utiliza Hume es impreciso, aunque él cree no
necesitar más porque, según manifiesta, todo el mundo puede entender de una
manera inmediata la diferencia entre sentir y pensar. Así pues, las impresiones
son aquellas percepciones que llegan a nuestra mente con más fuerza y
vivacidad, motivo por el cual constituyen los principios sobre los que se
sustenta el conocimiento. Se trata entonces de adoptarlos como criterio de
certeza y no aceptar como conocimiento verdadero ninguna idea que no remita a
una impresión anterior.
Como la experiencia puede ser externa –los estímulos exteriores al cuerpo
captados por los cinco sentidos– o interna –los estados de ánimo o de
conciencia–, las impresiones se pueden dividir en impresiones de sensación[ASF7], que informan de los objetos del mundo exterior, e impresiones de
reflexión, que toman noticia de los procesos internos, tanto sentimentales
como intelectuales (un dolor, un pensamiento, el miedo, etc...).
El problema fundamental del empirismo radica en ofrecer una buena
explicación de la relación que existe entre las impresiones primarias y las
ideas que se derivan de ellas, máxime cuando resulta que con tales ideas
podemos formar juicios universales y necesarios, con lo cual tendremos que
explicar cómo pueden provenir de la experiencia, que siempre es puntual y
contingente. ¿Cómo pasar pues de la circunstancialidad de la experiencia
concreta a la necesidad de las afirmaciones universales que invaden todos
nuestros discursos? No hace falta recurrir a los juicios científicos para
ejemplificar la cuestión, porque idénticos problemas encontramos en una
expresión tan cotidiana como ‘siempre que meto la mano en el fuego me quemo’.
Podemos decir que la certeza última se halla en las experiencias, pero que
la confirmación de nuestros juicios elaborados a partir de ellas sólo puede
encontrar un sustento fiable en una suposición que, a juicio de Hume,
constituye una esencial tendencia instintiva de los seres animados, ya sean
animales u hombres: la tendencia a actuar como si la Naturaleza fuese
homogénea, esto es, como si 1) las cosas tuviesen propiedades constantes y 2)
las relaciones entre ellas fuesen estables y permanentes.
Así tenemos perfilado el ámbito donde va a tener sentido hablar de ‘verdad
de hecho’. Por una parte, contamos con la seguridad de que nuestros sentidos
nos proporcionan impresiones fiables, y además, entendemos que cualquier idea
elaborada a partir de tales impresiones, mediante las reglas de asociación de
ideas que la propia mente posee, se encuentra avalada por la confianza en la estabilidad
de una Naturaleza de la que nosotros también somos parte, y que permite
establecer relaciones universales de causa y efecto.
En definitiva, sólo gracias a estas suposiciones se puede aceptar un
mecanismo como el de la ‘inducción’ –el paso de la constatación de una
coincidencia en ciertos casos a la afirmación de tal coincidencia como una
ley para todos los casos semejantes– que no parece tener ningún tipo de
fundamento lógico, y que es fundamental para el establecimiento de propiedades
y de relaciones entre las cosas. De no admitir tales supuestos nos veremos
obligados a concluir que no hay constatación posible de una verdad de hecho,
esto es, de un juicio inductivo, y que al cabo lo único que está en nuestra
mano, con certeza, es demostrar la falsedad de estas generalizaciones una vez
que hemos encontrado un contraejemplo[ASF8].
Problemas que plantea el criterio empírico de certeza
Al fin y al cabo, el problema del paso de la
individualidad y variabilidad de la percepción puntual a la universalidad del conocimiento,
el paso inductivo, es uno de los problemas filosóficos radicales. Podríamos
defender, como pretenden algunos planteamientos de estilo nietzscheano, el
carácter irreductible y original de las sensaciones, y considerar un fraude el
hecho de asemejarlas entre sí eliminando su peculiaridad, su salvaje e indómita
diversidad, esto es, lo que las hace irrepetibles. Podríamos en definitiva huir
de los conceptos por considerarlos los cadáveres de impresiones más vivas y verdaderas[ASF9].
Sin
embargo, es cierto que con ello habríamos renunciado al más simple y elemental
acto de pensamiento, renuncia de todo punto falaz e imposible, porque sólo se
ejecutaría de verdad con la supresión radical del que se niega a pensar. La
frase más simple esconde ya una generalización, por poética y cercana a la
sensación que nos parezca; como explicamos en el tema [ASF10]?
la misma gramática del lenguaje contiene ya todo el aparato lógico y conceptual
del pensamiento.
Se
trata más bien, entonces, de aceptar el reto de decir las cosas en sus modos
más peculiares y propios, llevar el discurso hasta el límite de la perspicacia,
pero esto sin caer en la ingenuidad, o en el despropósito, de creer que se
puede uno saltar a la torera las condiciones de la comprensión lingüística y
las formas de percepción conceptual de la realidad, que por su misma estructura
no pueden de ningún modo ser originales, ni inventadas en cada
acto de conocimiento; o mejor dicho, de ningún modo está en nuestra mano
alterarlas porque en cierto modo son condiciones necesarias del conocimiento,
nuestros mecanismos constitutivos de interpretación de la realidad. Casi
llegando a las afirmaciones del estructuralismo[ASF11] filosófico podríamos decir que más que manejar las estructuras
conceptuales, nos manejan ellas a nosotros.
Se trata, decíamos de conservar la viveza de la
sensación, de lo real ahí, pero con la conciencia de que eso no se mantiene
intacto cuando se convierte en conocimiento. Pues un lenguaje totalmente fiel a
la inmediatez de lo percibido chocaría contra las siguientes dificultades
lógicas:
·
En primer lugar,
presuntamente todo acto perceptivo es irrepetible y único, porque se entiende
que los estímulos y el que los capta están en continuo cambio y es imposible
encontrarlos dos veces del mismo modo. Si entendemos que esta radical
disparidad hay que respetarla hasta el extremo, y que todo conocimiento parte
de ella, sin que nada más se le pueda añadir, la generalización sería
absolutamente imposible, tanto por parte del objeto como por parte del sujeto.
Pero sin esa generalización no habría ningún modo de reconocimiento de lo
percibido. El acto cognoscitivo no pasaría de ser un flujo constante de
estímulos del que no se tendría conciencia alguna, y que no llegaría nunca a
constituir objeto de conocimiento. Esto es, la sensación pura sólo ofrecería
puro caos de sensaciones.
·
En segundo lugar resulta
que si el problema es arduo para describir la sensación puntual, más lo va a
ser para decir algo sobre una categoría de cosas y sus posibles relaciones. La
idea de cosa, en cuanto fruto de un proceso perceptivo en el que están
implicadas todas las facultades intelectuales –sensación, memoria, imaginación,
pensamiento, como ya vimos en el capítulo referente al conocimiento–[ASF12], es una construcción mental en la que se sintetizan elementos sensoriales
y estructuras cognoscitivas.
·
Además, no parece que
podamos sostener siempre que la experiencia sensorial constituya una fuente
absoluta de certeza. Si tal vez la desconfianza del racionalismo extremo en los
datos de los sentidos resulta excesiva, no es menos cierto que la seguridad del
empirismo también parece equivocada. Ni una postura ni otra son sostenibles.
Por una parte, contra el racionalismo, podemos decir que muchos de los errores
atribuidos a la percepción están producidos más por defectos en la elaboración
intelectual que por una deficiencia de los sentidos. Y por otra parte, frente a
los empiristas, se puede sostener que muchas de las bondades que atribuyen a la
sensación son realmente virtudes de la razón. Los sentidos no nos engañan, pero
tampoco nos resuelven el problema del conocimiento, razón por la cual no
podemos constituir a partir de ellos un criterio exclusivamente empírico de
certeza. El conocimiento de hechos consiste en una síntesis de informaciones
sensoriales y categorías intelectuales. La razón interpreta los datos sensibles
para elaborar a partir de ellos un juicio, que es una traducción en conceptos
de lo que se presenta meramente como estímulo sensorial, es decir, como causa
de la alteración nerviosa que llamamos ‘sensación’. Y en este sentido, las
equivocaciones pueden provenir de todos los terrenos: podemos errar en la
recepción del estímulo –y nuestra razón indicarnos entonces que hay algo que
hemos captado mal– o equivocarnos en la interpretación –y en ese momento serán
nuestros sentidos los que, si cabe la posibilidad, nos señalarán la
disonancia–. Esto en el mejor de los casos, porque podemos igualmente no
reparar en los errores y vivir plenamente convencidos de que sentimos y
comprendemos la realidad a la suma perfección. Incluso cuando los gigantes se
nos vuelven molinos y las huestes rebaños somos capaces de salvar la situación
acudiendo a un sabio encantador, malvado y traicionero, que nos trastoca las
cosas y se burla de nosotros, y nos desbarata nuestros más esforzados empeños.
·
Con lo cual, no parece
que la verdad del conocimiento de hechos se pueda reducir exclusivamente a la
verdad de las impresiones. El conocimiento puede empezar en la experiencia,
pero no todo en él es experiencia. Y probar esta hipótesis será el objetivo de
Kant en la primera parte de la Crítica de la Razón Pura:
«Por consiguiente, en el orden temporal, ningún
conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella.
Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con
la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto,
podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de
lo que recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad
de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí
misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto a dicha
materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho
fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla.
Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se
hallan más necesitadas de un detenido examen y que no pueden despacharse de un
plumazo es la de saber si existe semejante conocimiento independiente de la
experiencia e, incluso, de las impresiones de los sentidos. Tal conocimiento se
llama a priori y se distingue del empírico, que tiene fuentes a
posteriori, es decir, en la experiencia»[6].
Para resumir esta parte dedicada a las ‘verdades de razón’ y a las
‘verdades de hecho’ podemos acudir a un texto de Ferrater Mora donde se
muestran las diversas posiciones básicas que se pueden adoptar a la hora de
decidir sobre su valor y relaciones:
«1) las verdades de razón y
las verdades de hecho están separadas completamente y no hay ni posibilidad de
reducir a unas las otras ni posibilidad de encontrar un tertium que las
una;
2) las verdades de razón y las verdades de hecho están relacionadas entre sí
de algún modo. Las relaciones principales que pueden establecerse entre ellas
son:
a) Las verdades de
razón son reducibles a las de hecho;
b) las verdades
de hecho son reducibles a las de razón;
c) hay entre las
verdades de razón y las verdades de hecho un tipo de verdad que permite unirlas
y que no se reduce a ninguna de ambas; es común considerar que este tipo de
verdad es dado por una intuición que puede ser a la vez empírica y racional;
d) hay entre las
verdades de razón y las verdades de hecho una gradación continua, que hace de
cualesquiera de tales tipos de verdad conceptos límites metodológicamente
útiles, pero jamás hallados en la realidad. Toda proposición sería, según ello,
a la vez verdad de razón y verdad de hecho, pero cada proposición tendería a
ser o más verdad de razón que verdad de hecho, o más verdad de hecho que verdad
de razón»[7].
Las verdades pragmáticas, la confianza y la credibilidad
Por último, hemos de prestar
atención a aquellos juicios que no enuncian una verdad sobre las cosas, no
expresan ni ideas ni hechos, sino una cierta disposición a la acción, una
determinación de la voluntad. La verdad de la frase: ‘prometo que no volveré a
pasar hambre’ depende, esencialmente, de la fidelidad a la promesa, no tanto de
que se produzca la situación de ‘pasar hambre’, porque las circunstancias
pueden dar al traste con la realización del compromiso, pero no anular su
intención. Cabría hablar entonces de una promesa firme o de una falsa promesa.
En suma, estamos ante una decisión ética, y se trata de saber si un sujeto es
honesto o si nos miente, si es digno de confianza porque cumple su palabra
o desleal y falso. Hablamos entonces de una persona honesta, franca, sincera,
veraz o, al contrario, de un embustero, un impostor, de un farsante.
Es obvio que la verificación de estos juicios no va a
depender de la posibilidad de contrastarlos; el criterio de certeza que los
evalúe no puede basarse en la mera confirmación empírica del suceso. Nos
encontramos, en primer lugar, con una multitud de factores que configuran el
acto lingüístico y que hacen que no podamos reducirlo al siempre esquema enunciativo
mediante el cual expresamos una forma de darse las cosas: ‘el cielo está
encapotado’, por ejemplo. ‘Prometo que no volveré a pasar hambre’, por el
contrario, es todo un proyecto vital, y va a determinar la trayectoria entera
de una persona –es la decisión clave de Scarlet O’Hara, en la escena cumbre de
“Lo que el viento se llevó”–. Diríamos entonces que más que operar con
criterios de certeza, y juzgar sobre su verdad o falsedad, lo que hacemos es
interpretar la decisión. Y entre los factores involucrados en este
acontecimiento, que es necesario conocer para leer con buen criterio la
declaración de un sujeto, podemos destacar:
·
La verdad subjetiva, esa
disposición a encontrarse a sí mismo como el ser que se quiere ser, el ser que
se proyecta a partir de una decisión vital. Vimos líneas atrás la
interpretación que Ortega y Gasset hace de este tipo de verdad considerándola
como una verdad radical y constitutiva. En este sentido podemos decir que lo
que se nos revela en la verdad subjetiva es una realidad íntima, personal, y
que en esa medida el único que parece capacitado para juzgar sobre ella con
criterio es el sujeto según la conciencia que tiene de su propio proyecto. Por
tal razón, nos hallamos ante un estado de franqueza consigo mismo o de mala fe.
Mientras que en otras formas de juicio el discurso se refiere a un algo –una
idea, una cosa, una relación lógica–, y se equivoca o miente sobre ese algo, en
éste los enunciados se refieren a un alguien, que se muestra o que se oculta,
esto es, que dice la verdad o miente sobre sí mismo, incluso en ocasiones, a sí
mismo.
·
Por otra parte, también
tenemos que tomar en consideración el conjunto de circunstancias en las que se
desenvuelve el sujeto que toma esa decisión y que son cruciales para determinar
el valor de su acto. Y aquí encontramos factores psicológicos, sociales,
culturales.., en definitiva, todos los que configuran su horizonte vital
–hábitos, intereses, motivaciones, creencias, usos sociales, etc–. Lo cual
nos indica que el criterio de valoración no se puede limitar al argumento como
objeto prioritario de análisis, porque éste se ejecuta, llega a ser lo que es,
en la situación concreta que le ofrece el contexto. Estamos ante
un acto de habla[ASF13],
y en este sentido, dependiente de los siguientes factores contextuales:
1. De lo
que se consideren hechos y verdades, esto es, de los puntos de partida.
2. De las presunciones, esto es, de los juicios
que se admiten de entrada.
3. De los valores, determinados
socio-históricamente.
4. De las jerarquías que ordenan los valores.
5. De los lugares comunes, los tópicos, las creencias, que
sirven como premisas que orientan la acción y las declaraciones que la
proyectan.
6. Del saber del mundo que ponga en juego la
decisión, saber que puede ser compartido o tan personal que no permita el
acceso a nadie que no sea el que toma tal decisión.
A todos estas determinaciones algunos autores las
denominan ‘supuestos’, y se trata de saber si pueden ser relevantes o
indiferentes, esto es, si pueden influir en el valor del acto. La valoración de
una actitud humana requiere la sabia interpretación de los criterios de
elección y de las justificaciones, sin olvidar tomar en consideración los
factores relevantes. Y esto debería constituir un principio respetadísimo en
todos los casos en los que se trata de juzgar una actitud, máxime cuando de tal
juicio se pueden extraer resultados punitivos, como es el caso de los
tribunales de justicia. Diríamos que más que ante un procedimiento de certeza
que pudiésemos universalizar y mecanizar estamos ante todo un arte.
·
En último lugar, no podemos dejar de
considerar las consecuencias de la decisión, porque lo característico
de una verdad pragmática radica precisamente en la transformación vital que
implica. Esto es, en el momento en que la señorita Escarlata promete no volver
a pasar hambre la película dará un giro radical. Cuando el ocioso hidalgo
decide salir de su casa a deshacer agravios y enderezar entuertos como
corresponde a un paladín de la andante caballería, comienza una andanza y una
novela, el relato de la peripecia de un sujeto: «En efeto, rematado ya su
juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el
mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su
honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse
por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a
ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se
ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros
donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama»[8].
En el extremo, el ‘pragmatismo anglo-americano’[ASF14] ha defendido que toda forma de verdad no es más que verdad pragmática.
Según esta corriente la única función del pensamiento es producir hábitos de acción,
de tal manera que el significado de una cosa se establece a partir de los
efectos que pueden ser concebidos como susceptibles de alcance práctico. Aunque
al principio, sobre todo en el planteamiento de Peirce, el pragmatismo sólo
pretendía elaborar una teoría de la verdad científica, centrando sus
disquisiciones en el concepto de verificación de una proposición –la verdad de
una proposición es idéntica a la ocurrencia de series de experiencias que
predice y sólo puede decirse que es conocida cuando se completan tales series–
poco después William James extenderá los intereses del pragmatismo a las
proposiciones en general, y pondrá en relación su valor de verdad con las
intenciones del sujeto: el significado de una proposición consiste en las
futuras consecuencias de creerla. Ninguna verdad, por tanto, es aceptable si no
posee valor para la vida concreta, y si en ella no encuentra el aval de la
confianza.
Y para James esta ‘credibilidad’ nunca se obtiene
definitivamente, porque el procedimiento mediante el cual nos acercamos a la
verdad es algo en constante movimiento, algo permanentemente abierto, en cuanto
esta constituye la única actitud para poder dar cuenta de un mundo plural y
multiforme que nunca forma un bloque compacto, sino que va cobrando diversas
formas a medida que se va constituyendo en experiencia:
«El mundo es para James un ‘mundo de experiencia
pura’, no un mundo de principios racionales ni tampoco un mundo de ‘datos’
organizados por medio de ‘categorías’ a priori o definitivamente fijadas.
La pura experiencia forma una continuidad en constante cambio. En esta
continuidad se articulan el sujeto y el objeto, los cuales no son elementos
primero separados y luego más o menos esforzadamente unidos, sino aspectos,
partes o ‘piezas’ de un mismo ‘continuo de experiencia’ [...] Esta filosofía
radicalmente pluralista sostiene que las cosas están en una ‘con’ otra de muy
distintos modos, pero que ‘nada incluye todas las cosas o predomina sobre todas
las cosas’, de tal suerte que el vocablo ‘y’ se arrastra detrás de cada
enunciado. Esto equivale a decir que cada cosa está ‘abierta’ a las demás en
vez de estar ligada con otras cosas por medio de relaciones internas»[9].
La
experiencia es una fabulosa complicación, y la verdad un constante proceso de
compromiso con un mundo que sólo ocurre ante la decisión de construirle.
[1] Este ejemplo fue elegido
por el mismo Aristóteles para proponer un enunciado inductivo en los Analíticos
Segundos.
[2] Descartes, R., Discurso del método, Barcelona, Orbis,
1983, pág. 59.
[3] Descartes, R., Reglas para la dirección de la mente,
Barcelona, Orbis, 1983, pág.153-154.
[4] Descartes, R., Reglas para la dirección de la mente,
Barcelona, Orbis, 1983, pág.155.
[5] Hume, D., Tratado de la naturaleza humana, Madrid,
Calpe, 1923, pág. 23-24.
[6] Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Madrid,
Alfaguara, 1988, págs. 41-42.
[7] Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía, Madrid,
Alianza Editorial, 1984, págs. 3410-3411.
[8] Cervantes, M. de, Don Quijote de la Mancha, I, cap.
I, Barcelona, RBA, 1994, pág. 102.
[9] Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía, Madrid,
Alianza Editorial, 1984, págs. 1781-1782..
[ASF3] Remitir a la parte
del capítulo sobre ‘Lógica’ que trata de Leibniz, de la ‘lógica universalis’ y
de la noción de ‘cálculo lógico’.
[ASF6] texto al margen: «Se trata de
averiguar cuál es el criterio seguro para distinguir el conocimiento puro del
conocimiento empírico. La experiencia nos enseña que algo tiene éstas u otras
características, pero no que no pueda ser de otro modo. En consecuencia, si se
encuentra, en primer lugar, una proposición que, al ser pensada, es
simultáneamente necesaria, tenemos un juicio a priori. Si,
además, no deriva de otra que no sea válida, como proposición necesaria,
entonces es una proposición absolutamente a priori. En segundo lugar,
la experiencia nunca otorga a sus juicios una universalidad verdadera o
estricta, sino simplemente supuesta o comparativa (inducción), de tal manera que
debe decirse propiamente: de acuerdo con lo que hasta ahora hemos observado, no
se encuentra excepción alguna en esta o aquella regla. Por consiguiente, si se
piensa un juicio con estricta universalidad, es decir, de modo que no admita
ninguna posible excepción, no deriva de la experiencia, sino que es válido
absolutamente a priori.»
(Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Madrid, Alfaguara, 1978,
pág. 43).
[ASF7] Ampliación al margen: La Psicología
actual diferencia dos tipos de órganos sensoriales:
1. Órganos exteroceptores,
que se ocupan de estímulos de la realidad exterior al cuerpo. Tenemos, pues,
los cinco sentidos clásicos: oído, vista, gusto, olfato y tacto.
2. Órganos somatoceptores,
que informan de las sensaciones interiores al organismo, y que se subdividen
en:
—
interoceptores, aquéllos que
atienden a los estímulos que se producen en las vísceras (hambre, sed,
dolencias, etc...);
—
propioceptores o cinestésicos, los cuales
tienen que ver con el movimiento. Están situados en el oído interno, los
músculos y las articulaciones, e informan del equilibrio y del movimiento
corporal.
[ASF13] Definición de
‘acto de habla’: John Searle, en su libro Actos de habla (Madrid,
Cátedra, 1980), afirma que hablar un lenguaje consiste en realizar ‘actos de
habla’, actos tales como elaborar enunciados, dar órdenes, plantear preguntas,
hacer promesas y así sucesivamente, y más abstractamente, actos tales como
referir y predicar, y, en segundo lugar, que esos actos son en general posibles
gracias a, y se realizan de acuerdo con, ciertas reglas para el uso de los
elementos lingüísticos.
[ASF14] El pragmatismo es
una filosofía de finales del siglo XIX, cuyos principales representantes son
F.C.S. Schiller, William James, Ch. S. Peirce, John Dewey y G H. Mead.
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