viernes, 14 de agosto de 2015

LOS MODOS DE CONOCIMIENTO

El problema de la verdad y de los criterios de verdad. Lenguaje y conocimiento filosófico.

Verdad, coherencia, certeza. La verdad como algo del ser: aletheia; la autenticidad, la confianza y la fiabilidad. La verdad del juicio y de la proposición: adecuación. La verdad del razonamiento: validez y coherencia. La verdad del entendimiento: seguridad y certeza. La verdad como lo que no hay: posibilidad del ser y del decir. La verdad como promesa: lealtad y fidelidad. La verdad del lenguaje: semántica y pragmática. La verdad ética: veracidad.

En los ámbitos del conocimiento empírico y del razonamiento lógico, o en los más complejos aún de la acción práctica, utilizamos criterios de verdad para evaluar lo que nos ocurre –a nosotros y a las cosas, y al lenguaje con el que hablamos de todo esto–. Un acto humano consciente, voluntario, ya sea teórico o práctico, sólo llega a realizarse del todo cuando el sujeto que lo ejecuta es capaz de valorarlo –darle un sentido– y evaluarlo –determinar su grado de verdad–. El problema surge cuando intentamos especificar mediante una sola definición qué entendemos por ‘verdad’, porque, al ser muy distintas las acciones y los objetos considerados en ellas, muy distintos son también los criterios de verdad que les aplicamos, y los ‘tipos de verdad’ que cabe apreciar.
Vamos a ir observando diversas formas de decirse la verdad. Tal vez al cabo tengan todas algo en común, o tal vez descubramos que sólo se trata del uso indiscriminado de un mismo término para referirse a asuntos demasiado dispares. Esto es, puede ser que estemos ante un caso de imprecisión lingüística. Al final del tema nos tendremos que enfrentar a esta disyuntiva, y también habremos de reflexionar sobre la relación que se establece entre el lenguaje y las cosas, porque lo que parece obvio es que el asunto de la verdad sólo se le plantea a un ser que emite juicios sobre las cosas que le conciernen y tiene la facultad de recapacitar sobre tales juicios.



1. La verdad ontológica: el verdadero ser de las cosas


Desde los confines de la filosofía resuena un texto que aún dice así:
«Oh, joven, compañero de inmortales aurigas, que llegas a nuestra morada con las yeguas que te arrastran, salud, pues no es mal hado el que te impulsó a seguir este camino que está fuera del trillado sendero de los hombres, sino la ley y la justicia. Es preciso que aprendas todo, tanto el imperturbable corazón de la verdad bien redonda como las opiniones de los mortales, en las que no hay fe verdadera. Aprenderás, también estas cosas, cómo las apariencias, pasando todas a través de todo, deben lograr la apariencia de ser.
Y me da lo mismo por dónde deba empezar; pues aquí llegaré de vuelta de nuevo.
Pues bien, te contaré –y tú, tras oír mi relato, guárdalo– las únicas vías de búsqueda que cabe considerar. La una, la de que es y que no puede ser que no sea, es ruta de fe y de fiar (pues la verdad la acompaña); la otra, la de que no es y que ha de ser que no sea, ésa –te aviso– es senda de toda fe desviada: que lo que no es ni podrás conocerlo (eso nunca se alcanza) ni en ello pensar. Pues lo mismo es el pensar y el ser.» (Parménides de Elea, Fragmentos, s. V a. C.).
Una primera forma de decir la verdad se deja oír en griego ya en unos fragmentarios textos de Parménides de Elea[ASF1] . La verdad es desocultamiento, ‘alétheia’, (un derivado negativo del verbo griego , ‘ocultar’) en cuanto ésta ocurre cuando ponemos el ser de la cosa al descubierto, o sea, cuando volvemos la vista hacia lo que en verdad, sin velos, es. Mirando hacia aquello de la cosa que es en verdad, y no a lo que en ella es un no-ser o sólo un casi-ser, la vista bien dirigida revela una nueva experiencia intelectual.
La verdad, según este sentido, sucede cuando el pensamiento transita por senderos que permiten poner al descubierto el ser de las cosas. Y esto implica que hay un ser auténtico, de verdad, que puede que esté oculto, y algo que tapa y obstaculiza.
¿Cómo diferenciar, entonces, una cosa y otra?
Si el verdadero ser se halla oculto, ¿qué noticias tenemos de él?
¿A través de las apariencias mediante las que se mostraría, o por otro camino totalmente apartado de ellas, porque entendemos, como Parménides, que las apariencias no alcanzan a desvelar el ser de verdad, y lo único que logran es confundirnos?
Si las apariencias engañan, ¿cómo llegar al imperturbable corazón de la verdad? Pero cuidado, que si admitimos que las apariencias engañan, ¿no estamos entonces despreciando lo más evidente, lo más palpable, y considerando inauténtica y falsa a la única forma de presencia que tiene la cosa, su pura manifestación? ¿No parecen las apariencias lo más claro y descubierto? ¿Quién dice que engañan? ¿O es que el verdadero ser de las cosas no se halla en las cosas?
En este primera forma de abordar el asunto de la verdad se nos presenta la cuestión de modo terminante: el ser se esconde y las apariencias engañan. Y por tanto, el discurso que ponga de manifiesto el ser de verdad ha de ponerlo al descubierto. O sea, que lo que nos dice esta antigua tradición es que en el mundo hay algo esencial, íntimo, que hay que esforzarse en desvelar si se emprende la tarea de decir la verdad, y algo superficial que encubre y distorsiona, y que sólo puede ofrecer opinión infundada y, aunque cómoda, falsa seguridad.

Como resolvamos lo que sea en concreto un ámbito y otro, la verdad y lo que la oculta, ya será trajín peculiar de cada una de las filosofías. Lo que está claro es que al principio la verdad no se sabe; sólo sabemos que se opone a lo aparente, o a lo que tiene una realidad inferior, o derivada, inauténtica. Se trata de determinar dónde se oculta el ser, y cómo es en verdad, cuando se pone al descubierto. No vamos a señalar aquí todas las soluciones ofrecidas a lo largo de la historia de la filosofía, sino a mostrar tan solo algunos planteamientos clásicos.

Por una parte, el platonismo, –uno de los modos posibles de leer a Platón, no el más acertado, pero sí el más extendido– entenderá que el ser verdadero de las cosas es el ser esencial que el pensamiento es capaz de poner de manifiesto al alcanzar la definición ideal, y que las apariencias, engañosas e inconstantes, objeto inmediato de los sentidos, aunque representan modos cambiantes y temporales de plasmarse la esencia constitutiva, no son más que realidades derivadas y encubridoras del verdadero ser. En definitiva, no hay más verdad que la que es capaz de mostrar el discurso que habla de la esencia de las cosas, porque el lenguaje de las apariencias, por mucho que quiera ajustarse a los modelos ideales, no llegará más que a mostrar una copia de la realidad, una imagen imperfecta y subordinada.
De tal manera que si podemos diferenciar el ‘oro falso’ del ‘oro auténtico’ es porque poseemos la idea de lo que debe ser el ‘oro’ para serlo de verdad. Y ésta, la noción de ‘oro’, no nos la proporciona la experiencia; antes bien, hay que haberla adquirido previamente para poder evaluar y distinguir, para que la estimación de lo verdadero y lo falso sea posible.

Con la teología cristiana de San Agustín la concepción de una realidad configurada por los modelos arquetípicos de la verdad –la esencia de las cosas–, y por las imágenes donde aquellos se ocultan –las cosas del mundo–, se radicaliza, hasta el punto de que nos encontramos ante dos tipos de entidades de carácter diametralmente opuesto: por una parte, el Creador, Ser necesario, que posee los modelos ideales en los que reside la verdad; por otra parte, las criaturas, las cosas sensibles, seres contingentes que participan de la verdad porque están hechos conforme a las ideas arquetípicas presentes en el intelecto divino, pero que se hallan infinitamente alejados de él. Sólo mediante una gracia de la divinidad, la ‘iluminación’, puede el intelecto humano, única criatura terrestre facultada para acceder a la verdad, descubrir la esencia de las cosas.

2. La verdad como adecuación: la relación entre el lenguaje y las cosas

En el extremo opuesto se halla la tradición aristotélica. Según el planteamiento que impulsó el propio Aristóteles criticando el platonismo, la verdadera esencia no se encuentra fuera de las cosas mismas. En definitiva, las cosas siempre son lo que son; lo que puede ser verdadero o falso no son ellas, sino lo que se dice sobre ellas. De este modo, no se trata ya de dirigir la mirada a lo esencial o a lo ocultador, de afrontar el dilema platónico, sino de cuidar el lenguaje con el que se habla de lo único que hay: la desnuda realidad de las cosas.
Nos encontramos entonces en los terrenos de aquellas filosofías que entienden que lo que buscan, pensando la verdad, es un asunto del lenguaje. La verdad va a ser algo que propiamente le ocurra a los enunciados. Y por tanto habremos de diferenciar los discursos verdaderos de los discursos falsos. Una vez que ya se sabe la verdad, conviene poner los medios para decirla siempre, ajustar el discurso para que éste alcance la mayor corrección, la más rotunda exactitud.
La verdad, según Aristóteles y a partir de él todos lo que defiendan esta teoría, consiste en la conformidad de una proposición con la realidad. Hablamos pues de la correspondencia de un enunciado con los hechos: «decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es lo falso; decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es lo verdadero» (Metafísica, 1011 b, 26-27).
Tradicionalmente se denomina a esta forma de entender la verdad ‘teoría de la correspondencia’ –, en griego–, y Sto. Tomás la expresaba con la fórmula latina «adaequatio rei et intellectus», razón por la cual también podemos aplicar a esta perspectiva el nombre de ‘teoría de la adaequatio’. Es obvio que, según como pensemos la relación entre el lenguaje y las cosas, y el tipo de lenguaje que tomemos en consideración, nos encontraremos con diversas versiones de esta teoría de la correspondencia. Además, sea cual sea la que sostengamos, habremos de decidir cómo se explica la posibilidad de la concordancia entre los enunciados y los hechos que señalan.

1. Versión aristotélica
Aristóteles distingue dos tipos de discursos: aquellos que tienen como objeto la verdad –la demostración científica, un discurso sobre lo que es– y los discursos que sólo pretenden convencer u ofrecer razones plausibles –la argumentación retórica y dialéctica–. Para que la demostración científica alcance a decir la verdad, esto es, concuerde con los hechos, es necesario, primero, que la argumentación –silogismo– sea correcta[ASF2] ,y segundo, que lo que se dice se sepa bien y se haya confirmado.
«Nosotros pensamos que tenemos conocimiento de cualquier cosa en sentido estricto –no precisamente un conocimiento sofístico y fortuito– cuando creemos nosotros mismos que sabemos la causa del hecho, lo que es la causa de ese hecho, y que no podría ser de un modo diferente del que es...» (Aristóteles, Analíticos segundos, libro 1º, cap. 2).
El conocimiento adecuado, la verdad, proviene del conocimiento de las causas, dice Aristóteles. ¿Y al conocimiento de las causas, cómo llegamos? Como no podríamos admitir retrotraernos interminablemente a otras causas, porque por algún sitio empezamos a conocer, hemos de aceptar que obtenemos certeza –confirmación de la verdad de nuestros puntos de partida– mediante tres procedimientos: la evidencia empírica, la inducción, y el hábito.
En la base de la concepción aristotélica de la verdad se encuentra una teoría del conocimiento, que algunos denominan ‘realista’, y que va a determinar durante una gran parte de la historia de la filosofía la forma en que se puede hablar de certeza y conocimiento verdadero.
1. La sensación. El primer criterio de certeza es la sensación, que es base y condición del conocimiento, pues el conocimiento del mundo natural debe empezar por la observación de las cosas y de los seres que nos rodean. Mediante la sensación, al distinguir una cosa de otra, se capta lo individual, los seres singulares y concretos. Con lo cual, el primer fundamento de la adecuación reside en la correspondencia entre las sensaciones y los enunciados que las describen.
2. La inducción. La sensación es común a todos los seres vivos, y la mayoría se basta con ella. Pero los hombres tienen la posibilidad de ir más allá, y convertir la sensación en experiencia. Ésta se alcanza en primer lugar gracias a la capacidad de conservar las sensaciones en el recuerdo, acumulando casos particulares, que posteriormente pueden servir para que se efectúe una generalización a partir de la comparación de casos semejantes. Se trata, entonces, de que podemos abstraer lo idéntico que subyace detrás de los ejemplos particulares. A este proceso de abstracción le llamamos ‘inducción’, y está sometido a una segunda forma de verificación, que se basa en la correspondencia entre el universal abstraído y las leyes y formas universales que, según Aristóteles, se encuentran esencialmente en las cosas naturales.
3. El hábito. Para completar la constitución de la sensación en experiencia es necesario un segundo ingrediente, además de la inducción, que consiste en, como dice Aristóteles, «un cierto hábito». Una vez que se ha producido la observación de los seres particulares, y la generalización de aquellas características que encontramos constantes y esenciales, se desarrolla una disposición intelectual capaz de atribuir a nuevos casos la misma regularidad que ya se ha experimentado. Podemos decir que hay una ley universal subyacente a todos los casos, que vale para los sucesos futuros no examinados, y que, gracias a un cierto hábito de reconocimiento, nos permitimos efectuar la operación de atribuir las leyes ya conocidas a los nuevos sucesos semejantes que las cumplen. Y este procedimiento implica una constante comprobación de las generalizaciones y los juicios, que se ven sometidos al tribunal de la naturaleza.

Descubrimos entonces, en la epistemología de Aristóteles, una teoría de la verdad que abarca desde la mera y simple verificación del dato sensible –llueve– hasta la compleja comprobación de la ley inductiva –todos los animales sin hiel son de larga vida[1]–. Como hemos visto, basada en una teoría empírica del conocimiento, guarda relación con las formas más habituales de entender la verdad, porque la correspondencia entre el juicio y los datos sensibles constituye el criterio habitual de verdad que se aplica desde el sentido común.

2. Versión escolástica
Sto. Tomás define la verdad como ‘adecuación entre las cosas y el intelecto’ (adaequatio rei e intellectus). La verdad consiste en la correspondencia entre lo que las cosas son y lo que el intelecto expresa en la proposición. Pero el problema surge cuando nos planteamos cómo es posible esa correspondencia. ¿Cómo puede adecuarse el intelecto al ser de la cosa? Con su respuesta Sto. Tomás establecerá el modo escolástico de entender la verdad como correspondencia, una solución que será fielmente aceptada por la filosofía cristiana posterior, y considerada argumento de autoridad.
La relación esencial y fundante de la verdad es la que tienen las cosas con el entendimiento de Dios (adaequatio Res ad Intellectum), porque esta concordancia es anterior a la que existe entre el entendimiento humano y los seres del mundo. En cuanto criaturas, las cosas concuerdan con las ideas divinas mediante las cuales fueron creadas. Y en este sentido ontológico hay que decir que todas las cosas son verdaderas, porque aparecen ya en correspondencia con el entendimiento divino, en la medida en que ya estaban desde siempre en él.
También la inteligencia del hombre, al igual que las demás criaturas divinas, es constitutivamente verdadera. La adecuación entre la realidad y las ideas del intelecto humano se realiza entre criaturas conformes entre sí, porque ambas provienen del entendimiento divino y son acordes desde el principio. En definitiva, el garante de la adecuación entre el entendimiento y la cosa es Dios, porque en Él reside la clave de la verdad.
De cualquiera manera, el entendimiento se puede equivocar, y la adecuación, aunque posible, ni es constante ni se haya realizada de una vez por todas. Además, siendo el entendimiento y las cosas tan desemejantes, ¿cómo puede el intelecto humano, en la práctica del conocimiento, alcanzar la adecuada correspondencia entre sus juicios y las cosas? El proceso de unión de las cosas y el alma –según la tradición tomista– se produce gracias a la plasticidad del alma para dejarse afectar e impresionar por las formas esenciales de los objetos. El entendimiento, la parte más elevada del alma, en el acto de conocimiento es capaz de volverse todas las cosas, por supuesto, adoptando la forma intelectual que ya se encuentra en las propias cosas y que es capaz de imprimir su huella en el alma. En definitiva, el alma puede recibir la impresión de la cosa, la idea, porque la cosa en cierto modo ya es también idea, forma, . La composición hilemórfica de la cosa individual, su estar integrada necesariamente por materia y forma, permite explicar el conocimiento como abstracción de la forma, y la recepción de ésta en el alma como el encuentro de dos criaturas afines, análogas, y producidas conforme a los principios de un mismo impulso creador.
A partir de lo ya expresado se puede entender que el lugar propio de la verdad en el pensamiento aristotélico-tomista sea el juicio. En el juicio se realiza la unión de lo que es en la cosa y de lo que es en el pensamiento, porque en el juicio se dice que lo que se enuncia es un aspecto de la cosa y que es también idea conocida. Supone la síntesis perfecta de ambas facetas, pura expresión de la conformidad entre la res (subiectum) y lo conocido de la res en la conceptuación (predicatum).

3. La coincidencia consigo mismo
En hebreo se entiende por ‘emunah’ la fidelidad a la promesa realizada. Lo verdadero es aquello que es digno de confianza. Y en esencia, por tanto, lo verdadero sólo puede ser atributo de una voluntad, de un ser capaz de tomar una decisión, de un sujeto capaz de comprometerse. Es verdadero aquello que es fiel y cumple su palabra. Para el hebreo, entonces, sólo Dios es propiamente verdadero, porque es el único ser en el que se puede confiar, la suprema fidelidad.
Verdadero es, decimos, aquel ser capaz de hacer que en el futuro sea lo que se ha dicho que tiene que ser. El atributo de la verdad según este planteamiento traza una peculiar correspondencia, porque ya no se efectúa entre lo que las cosas son y lo que se dice de ellas, sino entre lo que se proyecta de ellas en la promesa y lo que van a ser. En definitiva, ese pueblo lanzado al futuro y a la historia que es el pueblo hebreo no entiende que lo verdadero se halle ya aquí, en el mundo presente, mundo deficiente del que siempre cabe desconfiar, sino en un progreso previsto, en una innovación que abre nuevas posibilidades al ser del mundo y amplía lo ya existente. Tal progreso lo opera una voluntad que se decide a confiar en lo que va a suceder, que es fiel a su compromiso y coopera con él. La palabra que confirma la promesa de la verdad dice ‘amén’: ‘así sea’.

Tal noción de ‘verdad’ interesó a Ortega porque su concepción de la vida y del saber requiere que la verdad no anide en el ser de las cosas, sino en la coincidencia del hombre consigo mismo, en su íntima sinceridad.
«Si resultase que, como siempre se ha creído, tienen las cosas por sí un ser, me parece muy difícil poder justificar que el hombre tenga interés ninguno en ocuparse de él. Más favorable sería el caso contrario. Pues puede acaecer que la verdad sea todo lo contrario de lo que hasta ahora se ha supuesto: que las cosas no tienen ellas por sí un ser, y precisamente porque no lo tienen el hombre se siente perdido en ellas, náufrago en ellas, y no tiene más remedio que hacerles él un ser, que inventárselo. Si así fuese, tendríamos el más formidable vuelco de la tradición filosófica que cabe imaginar. (...) Pero entonces las ideas de problema y solución adquieren un sentido completamente distinto del que han solido tener, un sentido que originariamente excluye la interpretación intelectualista y cienticista. Algo me es problema no porque ignore su ser, no porque no haya cumplido mis supuestos deberes de intelectual frente a ello, sino cuando busco en mí y no sé cuál es mi auténtica actitud con respecto a ello, cuando entre mis pensamientos sobre ello no sé cuál es rigorosamente el mío, el que de verdad creo, el que coincide conmigo. Y viceversa, solución de un problema no significa por fuerza el descubrimiento de una ley científica, sino tan sólo el estar en claro conmigo mismo ante lo que me fue problema, el hallar de pronto entre las innumerables ideas respecto a él una que veo con toda evidencia ser mi efectiva, auténtica actitud ante él. El problema sustancial, originario y en este sentido único es encajar yo en mí mismo, coincidir conmigo, encontrarme a mí mismo» (Ortega y Gasset, J., En torno a Galileo, Madrid, Alianza, 1982, 108-110).
La verdad como autenticidad y responsabilidad del hombre nos sitúa la cuestión de la coincidencia en terrenos más complejos y vitales que los presentados con anterioridad, meramente epistemológicos. Porque en aquellas formas científicas o teológicas de verdad como coincidencia que hemos señalado, la verdad, en cuanto verdad objetiva, se situaba en la relación entre el lenguaje y lo que éste era capaz de enunciar, ya fuera tal lenguaje palabra de Dios o discurso humano. En definitiva, en ellas la verdad se podía reducir al buen uso de un código cuyas claves se encontraban, para unos, en la labor científica, y para otros, en la mente de Dios.
Pero ahora no se trata de atender a la verdad en cuanto corrección en el uso de un lenguaje; se trata de observar a aquél que dice la verdad. El ser verdadero, dice este planteamiento, no es una propiedad del lenguaje, sino del sujeto que lo habla. Y por tanto estamos ante una verdad subjetiva, pero en cierto modo, más honda y crucial que las anteriores.
En primer lugar, hemos de detenernos en lo que pretende el ser humano que se sabe capaz de ser verdadero. Su capacidad de verdad se revela no tanto en lo que dice –cuya verdad objetiva se conoce por el mero hecho de emplear adecuadamente los códigos– sino en la intención con la que lo dice, esto es, en el sentido de su enunciación. La verdad del ser humano es cuestión de sentido, no de significado. Y por eso se puede mentir, o bromear, o fingir, o traicionar... Pues la diferencia entre una cosa y otra, entre significado y sentido, permite que se pueda expresar una cosa distinta de lo que se está diciendo. O sea, que aquello que se oiga, aunque signifique eso concreto, pueda tener otro sentido, ir en otra dirección, apuntar hacia otro sitio.
Con las posibilidades que abre la noción de ‘sentido’ se nos presenta no tanto la verdad o la falsedad de las cosas y de los lenguajes, sino la verdad o la falsedad de aquél que al decirlas se está diciendo a sí mismo. El que canta –como decía Machado–, verdaderamente no canta su canción, sino a quien consigo va.
Si observamos bien lo que ocurre cuando nos centramos sólo en los lenguajes, descubrimos que la falsedad consiste más bien en equivocación, en error. Esto es, cuando tomamos solamente como criterio de verdad la adecuación entre lo que se dice y lo significado por lo que se dice –el enunciado, los hechos–, admitimos que puede ocurrir que el mecanismo de relación funcione o no, pero no cabe achacar intenciones aviesas a nadie, porque realmente no estamos nunca prestando atención a la voluntad que maneja ese lenguaje. Parece como si la ciencia, divina o humana, fuese un asunto de máquinas precisas o erróneas, pero nunca de máquinas mentirosas. En cambio, cuando nos llevamos la verdad a los territorios de la voluntad de un sujeto, la cosa cambia. Porque aquí la verdad revela, sobre todo, a un ser humano honesto o, en su defecto, a un auténtico farsante.
En segundo lugar, y a tenor de lo que afirma Ortega, podemos reparar en que el ser humano se la juega de verdad cuando se proyecta sobre las cosas, cuando se compromete con una determinada forma de ser. Este compromiso tiene la forma de la promesa y se impulsa siempre hacia un tiempo futuro: ‘prometo que las cosas serán así’. De forma tal que la verdad como promesa dispone un modo de discurso totalmente diferente al que ofrece la verdad como adecuación, pues ésta, limitándose a la descripción de un estado de cosas, no atañe más que al momento presente en el que se enuncia; en cambio, la promesa articula el momento presente con el futuro, y así abre un tiempo, genera una línea narrativa, una experiencia, en la que el sujeto que se compromete se la juega. Ha puesto en juego su palabra, y con ella el sentido de su vida, pues a lo largo de su aventura puede resultar un ser humano de verdad o un falso, dependiendo de que sepa mantenerse fiel a su promesa o no. En este sentido, la verdad-promesa es más vital que las anteriores, porque se realiza como peripecia, como aventura de un sujeto que se arriesga en ella a ser lo que dice que va a ser. Y si nos fijamos nos daremos cuenta que estamos ante la verdad quijotesca, porque en la andanza del caballero no se trata de ser caballero andante real o de ficción, sino de ser de verdad, esto es, de afrontar hasta el último momento la decisión de correr la aventura de serlo.
El reto de ‘encontrarse a sí mismo’, de ‘coincidir consigo mismo’, que Ortega señalaba en el texto comentado revela en esta teoría de la verdad su auténtico sentido. Ese encuentro no se realiza con algo que ya se está siendo, o que se debería ser, sino con la proyección futura que el sujeto se aventura a ser y que, en el mismo acto, le constituye como tal. Sólo se es en el proyectarse. Y lo que se es sólo puede consistir en algo nuevo, invención vital. El ser humano, en su autenticidad, sólo se encuentra en la fidelidad a la promesa que lo constituye como ser creativo, como ser aún por venir.




3. Los criterios de confirmación de la Verdad

Una vez que ya se sabe la verdad, parecería que se trata de decirla siempre. O, al menos, de tenerla bien presente para mentir con soltura. Pero, ¿cómo conseguir la certeza de que se está haciendo así? Líneas atrás hemos presentado brevemente la teoría de la inducción de Aristóteles, como ejemplo de criterio empírico de certeza. Ahora podemos analizar las formas más elementales de certeza con detenimiento, a partir de los tipos de discurso capaces de expresar la verdad. Y éstos son básicamente tres: los que se refieren a verdades formales o sintácticas, los que se refieren a verdades semánticas –-de razón o de hecho–, y los que atañen a compromisos éticos, a verdades pragmáticas.

1. Las verdades formales o lógicas y la validez formal como criterio de certeza
Se entiende por ‘verdad lógica’ aquélla que sólo depende de la validez formal de una argumentación. Y una argumentación –lógica o matemática, por ejemplo– es formalmente válida cuando se ajusta a las reglas de inferencia, esto es, cuando sigue con rigor los procedimientos deductivos que el sistema lógico determina. El criterio de certeza que aplicamos en este caso es meramente estructural, sintáctico, y por tanto, en lo que se refiere a las verdades lógicas, más convendría hablar de ‘corrección’ o ‘validez’ que de ‘verdad’.
Ocurre lo siguiente. De los enunciados que integran un razonamiento decimos, utilizando los criterios de la lógica clásica, que son ‘verdaderos’ o ‘falsos’. La verdad de estos enunciados se puede averiguar de diversas maneras, pero siempre estamos ante un problema semántico, porque se trata de comprender lo que el enunciado expresa y decidir sobre si el estado de cosas se corresponde con tal significado o no. Por ejemplo, la decisión que tomamos ante el juicio: ‘Shakespeare escribió el Quijote’. De inmediato decimos: ‘eso es falso’.
Pero la verdad de la relación que este enunciado puede tener con otros depende de un criterio sintáctico, de su validez racional, que es por completo independiente del valor concreto de verdad de cada uno de los juicios:
Si Shakespeare escribió el Quijote, yo soy Francisco Pizarro.
Es así que Shakespeare escribió el Quijote’.
Luego yo soy Francisco Pizarro.
Como podemos observar la argumentación enlaza un conjunto de falsedades, pero no puede ser más correcta. Su validez depende de la forma en la que está resuelta, no de lo que sus enunciados dicen o de la conclusión a la que se llega. Estamos entonces ante una verdad formal, que es evaluada mediante criterios de corrección sintáctica.

Los criterios de corrección sintáctica dependen de la estructura lógica que estemos empleando, la cual dispondrá de unas reglas, a veces explícitas y otras meramente tácitas, para dirigir el enlace y la coherencia de los razonamientos. Por ejemplo, las matemáticas exigen unas condiciones de rigor que la lógica del lenguaje cotidiano no tiene en cuenta, de tal manera que en ésta última podemos jugar con los malentendidos, las ironías, los dobles sentidos, las ambigüedades... A pesar de la gran diversidad de sistemas sintácticos que podemos construir, gran parte de la indagación filosófica a lo largo de la historia se empleó en la tarea de descubrir los principios básicos que habría de cumplir cualquier modo de razonamiento, de encontrar una sintaxis universal, entendiendo que una sola lógica debía dirigir el pensamiento independientemente de aquello a lo que éste se aplicase. Nació la idea de ‘lógica universal’, y con Leibniz [ASF3] el proyecto de alcanzar un cálculo lógico que fuese capaz de sintetizar los procedimientos lógicos más fundamentales y generales.

Hemos encontrado, entonces, un primer criterio de certeza, la validez formal, mediante la cual podemos determinar la corrección sintáctica de un discurso. La tarea de la lógica, desde los filósofos griegos hasta nuestros días, se ha centrado en el estudio de los esquemas de razonamiento formalmente válidos, en lógicas clásicas y en lógicas divergentes, de tal manera que gracias a lo logrado por esta disciplina tenemos a nuestro alcance un muestrario de modelos de validez formal que nos permiten decidirnos sobre la corrección de una nutrida cantidad de discursos, en los terrenos de la ciencia y en los del lenguaje cotidiano. Presentaremos los modelos más relevantes a lo largo de la historia en el tema que trata de la Lógica.

2. Las verdades semánticas: verdades de razón y verdades de hecho. La certeza como evidencia intuitiva y como confirmación empírica.

No sólo nos preguntamos si nuestros razonamientos son correctos, sino que también deseamos tener la seguridad de que los enunciados que los integran dicen la verdad. Por tal razón, un estudio riguroso de las condiciones lógicas del conocimiento no podrá contentarse únicamente –como ya sostuviera Aristóteles– con mostrar los modos generales de argumentación –los silogismos, las reglas de inferencia, etc...–, sino que ha de preocuparse por los criterios mediante los cuales se determina la verdad de los enunciados, las razones que los verifican y demuestran.
Se trata de afrontar el examen del valor semántico de los juicios, con el objeto de obtener procedimientos y criterios fiables que nos permitan determinar la verdad de lo que decimos. Y según una vieja tradición filosófica que el alemán Leibniz puso en claro, lo que decimos puede expresar una ‘verdad de razón’ o una ‘verdad de hecho’.
La distinción entre ‘verdades de razón’ y ‘verdades de hecho’, muy discutida a lo largo de la historia de la filosofía moderna, puede servirnos para resumir lo que se ha dicho sobre los criterios de certeza semánticos, y además para perfilar las distintas posturas que pueden surgir a la hora de examinar la noción de ‘conocimiento indudable’.

Las verdades de razón y la evidencia intuitiva
Siguiendo a Leibniz, podemos decir que las ‘verdades de razón’ son verdades necesarias, cuyo opuesto es imposible. Su fundamento racional se puede determinar mediante el análisis, un procedimiento dialéctico que va pasando de las ideas más complejas a las más simples, hasta llegar a las primitivas, que son los principios indemostrables. Por ejemplo: que los lados internos de cualquier triángulo sumen ciento ochenta grados es una verdad de razón, fundamentada únicamente en el significado de las ideas que maneja –‘ángulo’, ‘triángulo’, ‘sumar’, ‘lado’, etc...– y en la comprensión de los principios que permiten establecer esta propiedad, esto es, en la comprensión de la noción de triángulo según la geometría euclidiana. Por supuesto su opuesto es imposible: no puede haber ningún triángulo cuyos ángulos sumen más o menos de ciento ochenta grados.
Se trata, entonces, de certezas que alcanzamos gracias al desarrollo de los conceptos que integran estos juicios, conceptos que podemos combinar de acuerdo a las definiciones y a las propiedades que les atribuimos.
El racionalismo filosófico[ASF4]  gira en torno a esta idea de ‘verdad de razón’. Porque para esta postura teórica las ‘verdades de razón’ no constituyen un modo de conocimiento entre otros, sino el único evidente. Cualquier otra forma de conocimiento obtiene su certeza de alguna ‘verdad de razón’ y en este sentido ha de ser reducible a ella. O dicho de otra forma, no hay más verdades que las de razón. De tal manera que, según este planteamiento, para determinar un criterio de certeza que nos permita decidirnos sobre la verdad de nuestros juicios podemos limitarnos a estudiar las condiciones en que una ‘verdad de razón’ es evidente. Y para observar el fundamento de esta teoría, atendamos a lo que nos dice Descartes, que no en vano es quien empezó a dar forma a esta idea.
Según Descartes, en su libro Discurso del método, es menester tomar como primera regla de un método que nos asegure la certeza de nuestros juicios la siguiente: «...no aceptar nunca cosa alguna como verdadera que no la conociese evidentemente como tal, es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención y no admitir en mis juicios nada más que lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente, que no tuviese ocasión alguna de ponerlo en duda»[2]. Vemos que Descartes sostiene sólo aceptar ‘lo que se presente al espíritu tan clara y distinto que no se pueda poner en duda’. Lo ‘claro’ es aquello que se ofrece con nitidez y lo ‘distinto’ lo que puede ser distinguido y separado del resto de las cosas. Buscamos, por tanto, aquello que pueda ser considerado una evidencia nítida y bien definida. Lo que Descartes va a llamar una ‘intuición’.
«Entiendo por ‘intuición’, no la confianza fluctuante que dan los sentidos o el juicio engañoso de una imaginación de malas construcciones, sino el concepto que la inteligencia pura y atenta forma con tanta facilidad y distinción que no queda absolutamente ninguna duda sobre lo que comprendemos; o bien, lo que viene a ser lo mismo, el concepto que forma la inteligencia pura y atenta, sin posible duda, concepto que nace de la sola luz de la razón y cuya certeza es mayor, a causa de su mayor simplicidad, que la de la misma deducción, por más que esta última no pueda ser mal hecha ni siquiera por el hombre, como hemos hecho notar más arriba. De esta manera todo el mundo puede ver por intuición intelectual que él existe, que piensa, que un triángulo está limitado sólo por tres líneas, un cuerpo esférico por una única superficie, y otros hechos semejantes que son mucho más numerosos de lo que la gran mayoría advierte, a consecuencia del desdén que experimentan e volver su inteligencia hacia cosas tan fáciles»[3].
La evidencia intuitiva para Descartes, en cuanto intuición intelectual y por tanto ajena a los extravíos de la sensibilidad y de la imaginación, consiste en la comprensión inmediata de un concepto que se ofrece a la mente con plena claridad y distinción. Y éste será el primer pilar del conocimiento exento de dudas, el primer criterio de certeza; a él se añadirá el procedimiento de argumentación que la lógica y la matemática han sido capaces de elaborar y perfeccionar, esto es, el razonamiento deductivo, que mediante reglas muy simples nos permite ir estableciendo una cadena de certezas con la seguridad de que si somos fieles a los mecanismos deductivos podremos asegurar la verdad en todos los pasos.
«Aquí, pues, distinguimos la intuición intelectual de la deducción cierta por el hecho de que, en ésta, se concibe una especie de movimiento o sucesión, mientras que en aquélla no ocurre lo mismo; además, la deducción no requiere como la intuición una evidencia actual, sino que ella toma más bien de alguna manera su certeza a la memoria. De ello se sigue, podríamos decir, que las proposiciones que son la consecuencia inmediata de los primeros principios se conocen desde un punto de vista distinto, unas veces por intuición, otras veces por deducción; en cuanto a los primeros principios, son solamente conocidos por intuición, mientras que, por el contrario, sus conclusiones alejadas no lo son más que por deducción»[4].
La peculiaridad del racionalismo va a consistir en no admitir más criterio de certeza que la evidencia intuitiva, y en afirmar que a tal criterio sólo se pueden ajustar las ‘verdades de razón’; dicho más cartesianamente, las ‘ideas’ que son fruto o de una intuición o de una deducción a partir de intuiciones, de evidencias primeras. A partir de este momento el pensamiento de Descartes se aplicará a la búsqueda de las evidencias que son comunes a cualquier modo de conocimiento. Éstas serán las evidencias metafísicas, absolutas e indudables, cuyo carácter racional y plenamente intuitivo se intentará demostrar a través de la duda metódica, a través del procedimiento crítico que, aplicando los criterios de certeza, permitirá alcanzar el conocimiento verdadero gracias a desenmascarar y eliminar cualquier modalidad de experiencia sensible o de fantasía sin fundamento. Tras la labor de la duda metódica tres serán las ideas consideradas irrefutables: la conciencia de sí que posee el que piensa –idea de Yo–, la idea de Ser perfecto y la idea matemática de Mundo –materia y movimiento–.

Pero no todas las teorías otorgan tanta importancia a las verdades de razón como el racionalismo cartesiano. En otros planteamientos no sólo convivirán con otro tipo evidencias –las verdades de hecho–, sino que, según las tesis más extremas del empirismo[ASF5] , incluso podrán ser reducidas a éstas, en cuanto se defenderá que el fundamento del conocimiento verdadero se halla en la experiencia, y que los conceptos y las ideas no son más que formas complejas de experiencia almacenada.

Aún así, los filósofos posteriores a Descartes, incluso los empiristas, seguirán destacando la posibilidad de hablar de ‘verdades de razón’, sea cual sea su valor y la importancia que se les confiera. Así, David Hume aceptará la distinción entre ‘conocimiento de hechos’ y ‘conocimiento de relaciones entre ideas’, entendiendo que en éste las ideas que se unen sólo están sujetas al principio de no-contradicción, de tal manera que los juicios que lo expresan son siempre verdaderos y de tal índole que establecen siempre una relación invariable. Más tarde Kant diferenciará el conocimiento basado en juicios a priori del conocimiento basado en juicios a posteriori. Los juicios a priori son aquellos que se obtienen independientemente de toda experiencia, con lo cual no hay ningún dato empírico que pueda invalidarlos. Son, por tanto, universales y necesarios. Por el contrario, los juicios a posteriori nos ofrecen verdades de hecho, obtenidas a partir de algún tipo de experiencia[ASF6] , lo que les hace ser contingentes y relativos. Veamos a continuación los criterios de certeza que podemos aplicar a estos juicios que, por sus propios caracteres, no parecen tan seguros y dignos de confianza como aquellos que sólo tienen en cuenta los criterios de evidencia intuitiva.

Las verdades de hecho y la confirmación empírica
Las ‘verdades de hecho’, que se expresan mediante juicios a posteriori según la clasificación kantiana, son contingentes como acabamos de afirmar. Esto es, su opuesto es siempre posible, independientemente de que los hechos, en un momento preciso, muestren lo contrario. Por ejemplo: el día en que escribo la frase ‘hace sol’ esta frase es verdadera, pero bien podría ser falsa, y estar nevando, porque estamos a primeros de Febrero. ¿Con qué criterios contamos pues para decidirnos sobre la verdad de juicios que dependen de condiciones espacio-temporales, de circunstancias?
Al igual que el racionalismo, pero en el extremo opuesto, el empirismo radical va a entender que los únicos juicios dignos de confianza son los que expresan ‘verdades de hecho’, y que todos los demás juicios, que supuestamente relacionan ideas de manera necesaria, están basados al fin y al cabo en una evidencia empírica. O dicho de otra manera, que el conocimiento no sólo comienza en la experiencia, sino que en él todo es experiencia.
Pero, experiencia, ¿de qué tipo? Las posturas más clásicas, ya desde Aristóteles, entienden por experiencia la percepción sensorial. Por ejemplo, en un célebre texto de Hume se define la percepción de la siguiente manera:
«Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas. La diferencia entre ellos consiste en los grados de fuerza y vivacidad con que se presentan a nuestro espíritu y se abren camino en nuestro pensamiento y conciencia. A las percepciones que penetran con más fuerza y violencia llamamos impresiones, y comprendemos bajo este nombre todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de éstas en el pensamiento y razonamiento, como, por ejemplo, lo son todas las percepciones despertadas por el presente discurso, exceptuando solamente las que surgen de la vista y tacto y exceptuando el placer o dolor inmediato que pueden ocasionar. Creo que no será preciso emplear muchas palabras para explicar esta distinción. Cada uno por sí mismo podrá percibir fácilmente la diferencia entre sentir y pensar»[5].
El criterio de certeza que utiliza Hume es impreciso, aunque él cree no necesitar más porque, según manifiesta, todo el mundo puede entender de una manera inmediata la diferencia entre sentir y pensar. Así pues, las impresiones son aquellas percepciones que llegan a nuestra mente con más fuerza y vivacidad, motivo por el cual constituyen los principios sobre los que se sustenta el conocimiento. Se trata entonces de adoptarlos como criterio de certeza y no aceptar como conocimiento verdadero ninguna idea que no remita a una impresión anterior.
Como la experiencia puede ser externa –los estímulos exteriores al cuerpo captados por los cinco sentidos– o interna –los estados de ánimo o de conciencia–, las impresiones se pueden dividir en impresiones de sensación[ASF7] , que informan de los objetos del mundo exterior, e impresiones de reflexión, que toman noticia de los procesos internos, tanto sentimentales como intelectuales (un dolor, un pensamiento, el miedo, etc...).
El problema fundamental del empirismo radica en ofrecer una buena explicación de la relación que existe entre las impresiones primarias y las ideas que se derivan de ellas, máxime cuando resulta que con tales ideas podemos formar juicios universales y necesarios, con lo cual tendremos que explicar cómo pueden provenir de la experiencia, que siempre es puntual y contingente. ¿Cómo pasar pues de la circunstancialidad de la experiencia concreta a la necesidad de las afirmaciones universales que invaden todos nuestros discursos? No hace falta recurrir a los juicios científicos para ejemplificar la cuestión, porque idénticos problemas encontramos en una expresión tan cotidiana como ‘siempre que meto la mano en el fuego me quemo’.
Podemos decir que la certeza última se halla en las experiencias, pero que la confirmación de nuestros juicios elaborados a partir de ellas sólo puede encontrar un sustento fiable en una suposición que, a juicio de Hume, constituye una esencial tendencia instintiva de los seres animados, ya sean animales u hombres: la tendencia a actuar como si la Naturaleza fuese homogénea, esto es, como si 1) las cosas tuviesen propiedades constantes y 2) las relaciones entre ellas fuesen estables y permanentes.
Así tenemos perfilado el ámbito donde va a tener sentido hablar de ‘verdad de hecho’. Por una parte, contamos con la seguridad de que nuestros sentidos nos proporcionan impresiones fiables, y además, entendemos que cualquier idea elaborada a partir de tales impresiones, mediante las reglas de asociación de ideas que la propia mente posee, se encuentra avalada por la confianza en la estabilidad de una Naturaleza de la que nosotros también somos parte, y que permite establecer relaciones universales de causa y efecto.
En definitiva, sólo gracias a estas suposiciones se puede aceptar un mecanismo como el de la ‘inducción’ –el paso de la constatación de una coincidencia en ciertos casos a la afirmación de tal coincidencia como una ley para todos los casos semejantes– que no parece tener ningún tipo de fundamento lógico, y que es fundamental para el establecimiento de propiedades y de relaciones entre las cosas. De no admitir tales supuestos nos veremos obligados a concluir que no hay constatación posible de una verdad de hecho, esto es, de un juicio inductivo, y que al cabo lo único que está en nuestra mano, con certeza, es demostrar la falsedad de estas generalizaciones una vez que hemos encontrado un contraejemplo[ASF8] .

Problemas que plantea el criterio empírico de certeza
Al fin y al cabo, el problema del paso de la individualidad y variabilidad de la percepción puntual a la universalidad del conocimiento, el paso inductivo, es uno de los problemas filosóficos radicales. Podríamos defender, como pretenden algunos planteamientos de estilo nietzscheano, el carácter irreductible y original de las sensaciones, y considerar un fraude el hecho de asemejarlas entre sí eliminando su peculiaridad, su salvaje e indómita diversidad, esto es, lo que las hace irrepetibles. Podríamos en definitiva huir de los conceptos por considerarlos los cadáveres de impresiones más vivas y verdaderas[ASF9] .
Sin embargo, es cierto que con ello habríamos renunciado al más simple y elemental acto de pensamiento, renuncia de todo punto falaz e imposible, porque sólo se ejecutaría de verdad con la supresión radical del que se niega a pensar. La frase más simple esconde ya una generalización, por poética y cercana a la sensación que nos parezca; como explicamos en el tema [ASF10] ? la misma gramática del lenguaje contiene ya todo el aparato lógico y conceptual del pensamiento.
Se trata más bien, entonces, de aceptar el reto de decir las cosas en sus modos más peculiares y propios, llevar el discurso hasta el límite de la perspicacia, pero esto sin caer en la ingenuidad, o en el despropósito, de creer que se puede uno saltar a la torera las condiciones de la comprensión lingüística y las formas de percepción conceptual de la realidad, que por su misma estructura no pueden de ningún modo ser originales, ni inventadas en cada acto de conocimiento; o mejor dicho, de ningún modo está en nuestra mano alterarlas porque en cierto modo son condiciones necesarias del conocimiento, nuestros mecanismos constitutivos de interpretación de la realidad. Casi llegando a las afirmaciones del estructuralismo[ASF11]  filosófico podríamos decir que más que manejar las estructuras conceptuales, nos manejan ellas a nosotros.
Se trata, decíamos de conservar la viveza de la sensación, de lo real ahí, pero con la conciencia de que eso no se mantiene intacto cuando se convierte en conocimiento. Pues un lenguaje totalmente fiel a la inmediatez de lo percibido chocaría contra las siguientes dificultades lógicas:

·         En primer lugar, presuntamente todo acto perceptivo es irrepetible y único, porque se entiende que los estímulos y el que los capta están en continuo cambio y es imposible encontrarlos dos veces del mismo modo. Si entendemos que esta radical disparidad hay que respetarla hasta el extremo, y que todo conocimiento parte de ella, sin que nada más se le pueda añadir, la generalización sería absolutamente imposible, tanto por parte del objeto como por parte del sujeto. Pero sin esa generalización no habría ningún modo de reconocimiento de lo percibido. El acto cognoscitivo no pasaría de ser un flujo constante de estímulos del que no se tendría conciencia alguna, y que no llegaría nunca a constituir objeto de conocimiento. Esto es, la sensación pura sólo ofrecería puro caos de sensaciones.

·         En segundo lugar resulta que si el problema es arduo para describir la sensación puntual, más lo va a ser para decir algo sobre una categoría de cosas y sus posibles relaciones. La idea de cosa, en cuanto fruto de un proceso perceptivo en el que están implicadas todas las facultades intelectuales –sensación, memoria, imaginación, pensamiento, como ya vimos en el capítulo referente al conocimiento–[ASF12] , es una construcción mental en la que se sintetizan elementos sensoriales y estructuras cognoscitivas.

·         Además, no parece que podamos sostener siempre que la experiencia sensorial constituya una fuente absoluta de certeza. Si tal vez la desconfianza del racionalismo extremo en los datos de los sentidos resulta excesiva, no es menos cierto que la seguridad del empirismo también parece equivocada. Ni una postura ni otra son sostenibles. Por una parte, contra el racionalismo, podemos decir que muchos de los errores atribuidos a la percepción están producidos más por defectos en la elaboración intelectual que por una deficiencia de los sentidos. Y por otra parte, frente a los empiristas, se puede sostener que muchas de las bondades que atribuyen a la sensación son realmente virtudes de la razón. Los sentidos no nos engañan, pero tampoco nos resuelven el problema del conocimiento, razón por la cual no podemos constituir a partir de ellos un criterio exclusivamente empírico de certeza. El conocimiento de hechos consiste en una síntesis de informaciones sensoriales y categorías intelectuales. La razón interpreta los datos sensibles para elaborar a partir de ellos un juicio, que es una traducción en conceptos de lo que se presenta meramente como estímulo sensorial, es decir, como causa de la alteración nerviosa que llamamos ‘sensación’. Y en este sentido, las equivocaciones pueden provenir de todos los terrenos: podemos errar en la recepción del estímulo –y nuestra razón indicarnos entonces que hay algo que hemos captado mal– o equivocarnos en la interpretación –y en ese momento serán nuestros sentidos los que, si cabe la posibilidad, nos señalarán la disonancia–. Esto en el mejor de los casos, porque podemos igualmente no reparar en los errores y vivir plenamente convencidos de que sentimos y comprendemos la realidad a la suma perfección. Incluso cuando los gigantes se nos vuelven molinos y las huestes rebaños somos capaces de salvar la situación acudiendo a un sabio encantador, malvado y traicionero, que nos trastoca las cosas y se burla de nosotros, y nos desbarata nuestros más esforzados empeños.

·         Con lo cual, no parece que la verdad del conocimiento de hechos se pueda reducir exclusivamente a la verdad de las impresiones. El conocimiento puede empezar en la experiencia, pero no todo en él es experiencia. Y probar esta hipótesis será el objetivo de Kant en la primera parte de la Crítica de la Razón Pura:
«Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella.
Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de lo que recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto a dicha materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla.
Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se hallan más necesitadas de un detenido examen y que no pueden despacharse de un plumazo es la de saber si existe semejante conocimiento independiente de la experiencia e, incluso, de las impresiones de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico, que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia»[6].

Para resumir esta parte dedicada a las ‘verdades de razón’ y a las ‘verdades de hecho’ podemos acudir a un texto de Ferrater Mora donde se muestran las diversas posiciones básicas que se pueden adoptar a la hora de decidir sobre su valor y relaciones:
«1)      las verdades de razón y las verdades de hecho están separadas completamente y no hay ni posibilidad de reducir a unas las otras ni posibilidad de encontrar un tertium que las una;
2)    las verdades de razón y las verdades de hecho están relacionadas entre sí de algún modo. Las relaciones principales que pueden establecerse entre ellas son:
   a) Las verdades de razón son reducibles a las de hecho;
   b) las verdades de hecho son reducibles a las de razón;
   c) hay entre las verdades de razón y las verdades de hecho un tipo de verdad que permite unirlas y que no se reduce a ninguna de ambas; es común considerar que este tipo de verdad es dado por una intuición que puede ser a la vez empírica y racional;
   d) hay entre las verdades de razón y las verdades de hecho una gradación continua, que hace de cualesquiera de tales tipos de verdad conceptos límites metodológicamente útiles, pero jamás hallados en la realidad. Toda proposición sería, según ello, a la vez verdad de razón y verdad de hecho, pero cada proposición tendería a ser o más verdad de razón que verdad de hecho, o más verdad de hecho que verdad de razón»[7].

Las verdades pragmáticas, la confianza y la credibilidad
Por último, hemos de prestar atención a aquellos juicios que no enuncian una verdad sobre las cosas, no expresan ni ideas ni hechos, sino una cierta disposición a la acción, una determinación de la voluntad. La verdad de la frase: ‘prometo que no volveré a pasar hambre’ depende, esencialmente, de la fidelidad a la promesa, no tanto de que se produzca la situación de ‘pasar hambre’, porque las circunstancias pueden dar al traste con la realización del compromiso, pero no anular su intención. Cabría hablar entonces de una promesa firme o de una falsa promesa. En suma, estamos ante una decisión ética, y se trata de saber si un sujeto es honesto o si nos miente, si es digno de confianza porque cumple su palabra o desleal y falso. Hablamos entonces de una persona honesta, franca, sincera, veraz o, al contrario, de un embustero, un impostor, de un farsante.
Es obvio que la verificación de estos juicios no va a depender de la posibilidad de contrastarlos; el criterio de certeza que los evalúe no puede basarse en la mera confirmación empírica del suceso. Nos encontramos, en primer lugar, con una multitud de factores que configuran el acto lingüístico y que hacen que no podamos reducirlo al siempre esquema enunciativo mediante el cual expresamos una forma de darse las cosas: ‘el cielo está encapotado’, por ejemplo. ‘Prometo que no volveré a pasar hambre’, por el contrario, es todo un proyecto vital, y va a determinar la trayectoria entera de una persona –es la decisión clave de Scarlet O’Hara, en la escena cumbre de “Lo que el viento se llevó”–. Diríamos entonces que más que operar con criterios de certeza, y juzgar sobre su verdad o falsedad, lo que hacemos es interpretar la decisión. Y entre los factores involucrados en este acontecimiento, que es necesario conocer para leer con buen criterio la declaración de un sujeto, podemos destacar:

·         La verdad subjetiva, esa disposición a encontrarse a sí mismo como el ser que se quiere ser, el ser que se proyecta a partir de una decisión vital. Vimos líneas atrás la interpretación que Ortega y Gasset hace de este tipo de verdad considerándola como una verdad radical y constitutiva. En este sentido podemos decir que lo que se nos revela en la verdad subjetiva es una realidad íntima, personal, y que en esa medida el único que parece capacitado para juzgar sobre ella con criterio es el sujeto según la conciencia que tiene de su propio proyecto. Por tal razón, nos hallamos ante un estado de franqueza consigo mismo o de mala fe. Mientras que en otras formas de juicio el discurso se refiere a un algo –una idea, una cosa, una relación lógica–, y se equivoca o miente sobre ese algo, en éste los enunciados se refieren a un alguien, que se muestra o que se oculta, esto es, que dice la verdad o miente sobre sí mismo, incluso en ocasiones, a sí mismo.

·         Por otra parte, también tenemos que tomar en consideración el conjunto de circunstancias en las que se desenvuelve el sujeto que toma esa decisión y que son cruciales para determinar el valor de su acto. Y aquí encontramos factores psicológicos, sociales, culturales.., en definitiva, todos los que configuran su horizonte vital –hábitos, intereses, motivaciones, creencias, usos sociales, etc–. Lo cual nos indica que el criterio de valoración no se puede limitar al argumento como objeto prioritario de análisis, porque éste se ejecuta, llega a ser lo que es, en la situación concreta que le ofrece el contexto. Estamos ante un acto de habla[ASF13] , y en este sentido, dependiente de los siguientes factores contextuales:
1.    De lo que se consideren hechos y verdades, esto es, de los puntos de partida.
2.    De las presunciones, esto es, de los juicios que se admiten de entrada.
3.    De los valores, determinados socio-históricamente.
4.    De las jerarquías que ordenan los valores.
5.    De los lugares comunes, los tópicos, las creencias, que sirven como premisas que orientan la acción y las declaraciones que la proyectan.
6.    Del saber del mundo que ponga en juego la decisión, saber que puede ser compartido o tan personal que no permita el acceso a nadie que no sea el que toma tal decisión.
A todos estas determinaciones algunos autores las denominan ‘supuestos’, y se trata de saber si pueden ser relevantes o indiferentes, esto es, si pueden influir en el valor del acto. La valoración de una actitud humana requiere la sabia interpretación de los criterios de elección y de las justificaciones, sin olvidar tomar en consideración los factores relevantes. Y esto debería constituir un principio respetadísimo en todos los casos en los que se trata de juzgar una actitud, máxime cuando de tal juicio se pueden extraer resultados punitivos, como es el caso de los tribunales de justicia. Diríamos que más que ante un procedimiento de certeza que pudiésemos universalizar y mecanizar estamos ante todo un arte.

·         En último lugar, no podemos dejar de considerar las consecuencias de la decisión, porque lo característico de una verdad pragmática radica precisamente en la transformación vital que implica. Esto es, en el momento en que la señorita Escarlata promete no volver a pasar hambre la película dará un giro radical. Cuando el ocioso hidalgo decide salir de su casa a deshacer agravios y enderezar entuertos como corresponde a un paladín de la andante caballería, comienza una andanza y una novela, el relato de la peripecia de un sujeto: «En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama»[8].

En el extremo, el ‘pragmatismo anglo-americano’[ASF14]  ha defendido que toda forma de verdad no es más que verdad pragmática. Según esta corriente la única función del pensamiento es producir hábitos de acción, de tal manera que el significado de una cosa se establece a partir de los efectos que pueden ser concebidos como susceptibles de alcance práctico. Aunque al principio, sobre todo en el planteamiento de Peirce, el pragmatismo sólo pretendía elaborar una teoría de la verdad científica, centrando sus disquisiciones en el concepto de verificación de una proposición –la verdad de una proposición es idéntica a la ocurrencia de series de experiencias que predice y sólo puede decirse que es conocida cuando se completan tales series– poco después William James extenderá los intereses del pragmatismo a las proposiciones en general, y pondrá en relación su valor de verdad con las intenciones del sujeto: el significado de una proposición consiste en las futuras consecuencias de creerla. Ninguna verdad, por tanto, es aceptable si no posee valor para la vida concreta, y si en ella no encuentra el aval de la confianza.
Y para James esta ‘credibilidad’ nunca se obtiene definitivamente, porque el procedimiento mediante el cual nos acercamos a la verdad es algo en constante movimiento, algo permanentemente abierto, en cuanto esta constituye la única actitud para poder dar cuenta de un mundo plural y multiforme que nunca forma un bloque compacto, sino que va cobrando diversas formas a medida que se va constituyendo en experiencia:
«El mundo es para James un ‘mundo de experiencia pura’, no un mundo de principios racionales ni tampoco un mundo de ‘datos’ organizados por medio de ‘categorías’ a priori o definitivamente fijadas. La pura experiencia forma una continuidad en constante cambio. En esta continuidad se articulan el sujeto y el objeto, los cuales no son elementos primero separados y luego más o menos esforzadamente unidos, sino aspectos, partes o ‘piezas’ de un mismo ‘continuo de experiencia’ [...] Esta filosofía radicalmente pluralista sostiene que las cosas están en una ‘con’ otra de muy distintos modos, pero que ‘nada incluye todas las cosas o predomina sobre todas las cosas’, de tal suerte que el vocablo ‘y’ se arrastra detrás de cada enunciado. Esto equivale a decir que cada cosa está ‘abierta’ a las demás en vez de estar ligada con otras cosas por medio de relaciones internas»[9].
La experiencia es una fabulosa complicación, y la verdad un constante proceso de compromiso con un mundo que sólo ocurre ante la decisión de construirle.



[1]    Este ejemplo fue elegido por el mismo Aristóteles para proponer un enunciado inductivo en los Analíticos Segundos.
[2]    Descartes, R., Discurso del método, Barcelona, Orbis, 1983, pág. 59.
[3]    Descartes, R., Reglas para la dirección de la mente, Barcelona, Orbis, 1983, pág.153-154.
[4]    Descartes, R., Reglas para la dirección de la mente, Barcelona, Orbis, 1983, pág.155.
[5]    Hume, D., Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Calpe, 1923, pág. 23-24.
[6]    Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Madrid, Alfaguara, 1988, págs. 41-42.
[7]    Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía, Madrid, Alianza Editorial, 1984, págs. 3410-3411.
[8]    Cervantes, M. de, Don Quijote de la Mancha, I, cap. I, Barcelona, RBA, 1994, pág. 102.
[9]    Ferrater Mora, J., Diccionario de Filosofía, Madrid, Alianza Editorial, 1984, págs. 1781-1782..






 [ASF1]           Biografía de Parménides de Elea.


 [ASF2]           Remitir a la teoría del silogismo en el tema de Lógica.


 [ASF3]           Remitir a la parte del capítulo sobre ‘Lógica’ que trata de Leibniz, de la ‘lógica universalis’ y de la noción de ‘cálculo lógico’.


 [ASF4]           Definir ‘racionalismo’.


 [ASF5]           Definir ‘empirismo’.


 [ASF6]           texto al margen: «Se trata de averiguar cuál es el criterio seguro para distinguir el conocimiento puro del conocimiento empírico. La experiencia nos enseña que algo tiene éstas u otras características, pero no que no pueda ser de otro modo. En consecuencia, si se encuentra, en primer lugar, una proposición que, al ser pensada, es simultáneamente necesaria, tenemos un juicio a priori. Si, además, no deriva de otra que no sea válida, como proposición necesaria, entonces es una proposición absolutamente a priori. En segundo lugar, la experiencia nunca otorga a sus juicios una universalidad verdadera o estricta, sino simplemente supuesta o comparativa (inducción), de tal manera que debe decirse propiamente: de acuerdo con lo que hasta ahora hemos observado, no se encuentra excepción alguna en esta o aquella regla. Por consiguiente, si se piensa un juicio con estricta universalidad, es decir, de modo que no admita ninguna posible excepción, no deriva de la experiencia, sino que es válido absolutamente a priori.» (Kant, I., Crítica de la Razón Pura, Madrid, Alfaguara, 1978, pág. 43).


 [ASF7]           Ampliación al margen: La Psicología actual diferencia dos tipos de órganos sensoriales:

1.       Órganos exteroceptores, que se ocupan de estímulos de la realidad ex­terior al cuerpo. Tenemos, pues, los cinco sentidos clásicos: oído, vista, gusto, olfato y tacto.
2.       Órganos somatoceptores, que informan de las sensaciones interiores al organismo, y que se subdividen en:
    interoceptores, aquéllos que atienden a los estímulos que se pro­ducen en las vísceras (hambre, sed, dolencias, etc...);
    propioceptores o cinestésicos, los cuales tienen que ver con el movimiento. Están situados en el oído interno, los músculos y las articu­laciones, e informan del equilibrio y del movimiento corporal.


 [ASF8]           Ver el párrafo que trata del tal asunto en el capítulo sobre el conocimiento científico.


 [ASF9]           Remitir al problema del lenguaje como falsificación en Nietzsche.


 [ASF10]           Referencia al tema de la antimetafísica nietzscheana.


 [ASF11]           Definición de ‘estructuralismo’.


 [ASF12]           Citar el capítulo al que se refiere.


 [ASF13]           Definición de ‘acto de habla’: John Searle, en su libro Actos de habla (Madrid, Cátedra, 1980), afirma que hablar un lenguaje consiste en realizar ‘actos de habla’, actos tales como elaborar enunciados, dar órdenes, plantear preguntas, hacer promesas y así sucesivamente, y más abstractamente, actos tales como referir y predicar, y, en segundo lugar, que esos actos son en general posibles gracias a, y se realizan de acuerdo con, ciertas reglas para el uso de los elementos lingüísticos.


 [ASF14]           El pragmatismo es una filosofía de finales del siglo XIX, cuyos principales representantes son F.C.S. Schiller, William James, Ch. S. Peirce, John Dewey y G H. Mead.

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