LA ARGUMENTACIÒN POLÍTICA : UN EJERCICIO DE PODER
UNO.
Los
sofistas, en general; Gorgias, en particular, pueden ser vistos hoy como
maestros de la palabra argumentativa. Dicho más enfáticamente: como
practicantes de unas formas discursivas identificadas por el propósito de la
persuasión. Más que crear una escuela o una corriente de pensamiento pedagógico
en la cual fuese posible identificar maestros y discípulos, el objetivo
primordial de su trabajo parece haber sido el de lograr que los jóvenes que recibían
sus lecciones fuesen capaces de pensar siempre por si mismos. De la lectura de
sus textos me parece que podemos derivar
una serie de propuestas sobre el discurso, los sujetos y el lenguaje que
hoy, más de dos mil quinientos años después, siguen siendo pertinentes y
apropiadas.[1]
Los sofistas, vistos en la perspectiva de una teoría del discurso político
considerado como una forma particular y concreta de discurso argumentativo,
aparecen ahora como los adalides precursores de ese tipo de discurso que centra
el uso de todos sus recursos y el cumplimiento de sus objetivos en el logro de
una persuasión y no en el despliegue arrogante de una verdad que se presenta a
si misma como omnipresente y absoluta. Mejor dicho, el estudio de los trabajos
escritos por los sofistas nos pone en frente de una hipótesis según la cual la
verdad no constituye el centro de los procesos argumentativos.
Si nos inscribimos en la perspectiva
abierta y sostenida por el trabajo de los Sofistas me parece posible proponer
una hipótesis inicial: Todos los procesos
de argumentación política tienen el carácter de un ejercicio de poder. Tienen esta condición porque más allá o
más acá de los flujos de información y de comunicación que puedan darse cada
vez que alguien intenta argumentarle a otro, lo que se presenta en todos y cada
uno de los casos es una negociación del sentido. Dicho más sintéticamente: los
procesos de argumentación en general, y más específicamente los políticos,
tienen, además de un componente interaccional, otro relacionado con lo
transaccional, es decir, con la negociación de los acuerdos y los desacuerdos
que ordinariamente suelen presentarse en este tipo de eventos en la medida en
que los sujetos ponen a circular intereses materiales que los identifican y
caracterizan en la medida en que son miembros de distintos grupos sociales. Esa
negociación no suele darse de manera explícita porque los sujetos recurrimos a
ella más como la concreción intuitiva de
una competencia mental que como empleo conciente de una habilidad o destreza.
Esa caracterización puede enfatizarse si lo que está de por medio es la
persuasión que alude a los posicionamientos precarios e inestables que
constituyen la condición subjetiva; si lo que interesa es la búsqueda de la
hegemonía, o si lo que aparece como objetivo es el tipo de relaciones que unen
a los sujetos en vez de los sujetos mismos. Es decir, si el tipo de procesos
que nos interesan son los identificados como políticos, entonces la
caracterización puede ser más enfática, sin caer en el dogmatismo rampante.
Los procesos de argumentación política constituyen formas de ejercicio de poder en tanto que lo que está en juego allí es una apropiación simbólica del mundo real que está atravesada por las coordenadas de la ley y el Estado. Soy conciente de los muchos problemas que involucra esta aserción inicial. Sin embargo, quisiera presentarla porque más que parecerme un punto de llegada, se me ocurre que es una manera interesante de comenzar a pensar todos y cada uno de los asuntos involucrados en la aserción que nos sirve de título. Por ejemplo, me parece que nos permite enfrentar las prácticas políticas como prácticas discursivas que por el camino de la enunciación terminan actualizando un dispositivo formal, en la medida en que lo hacen pasar por una serie de coordenadas que las configuran como el antecedente de una cierta y determinada forma de acción.
Que los procesos de comunicación política tengan esta
dimensión argumentativa, implica, en primer lugar, que a partir de ellos se
resemantiza lo real de acuerdo con unas líneas de producción del sentido que
suponen volver una y otra vez sobre esos significantes para transformar su
valor. Conlleva, en segundo lugar, y esto me parece mucho más importante, una
serie discriminada de preguntas que intentan caracterizar este tipo de
comunicación de una manera que resulte adecuada y satisfactoria. Podríamos
considerar preguntas como estas: ¿Cuáles son los elementos y las estrategias
que convierten todo acto de comunicación política en un ejercicio de poder?,
¿Cómo entender o asumir la noción de poder?, ¿Cuáles son las posibilidades y
los límites de los grupos sociales en ese acto o proceso comunicacional?,
¿Cuáles las tenidas por los sujetos particulares y concretos?, ¿Desde cual
perspectiva teórica interrogar el carácter argumentativo de la comunicación
política? Las respuestas a esas preguntas, serían en primer lugar eso,
respuestas. En segundo lugar, constituirían siempre la base de unas preguntas
más amplias, complejas e inquietantes. Por todo eso me parece importante
señalar que una respuesta aparece siempre en un horizonte de sentido que la
hace provisional y discutible, pero respuesta al fin y al cabo.
Los procesos de comunicación política tienen siempre
las características de una enunciación persuasiva. Eso significa, de un lado,
que se constituyan como acciones que actualizan un lenguaje, considerado como
un sistema. De otro, supone que su razón de ser es la interlocución que intenta
cambiar los comportamientos de quien escucha o quien lee. En otras palabras, lo
que se pone en circulación cada vez que alguien intenta comunicarse bajo
presupuestos explícitamente políticos, es un conjunto de estrategias que buscan
la adhesión de los interlocutores objeto de la persuasión a la propuesta
planteada por el destinador. Esas estrategias son pertinentes en la medida en
incorporan un orador, unos argumentos y un auditorio. Examinemos, así sea
brevemente, cada uno de estos elementos.
El orador podemos entenderlo como un sujeto individual
o colectivo que desde una serie de intereses inscritos en los distintos órdenes
de lo real profiere o enuncia unos mensajes y, como lo afirma Alvaro Díaz
Rodríguez, siempre busca “acrecentar la
adhesión de quienes comparten sus puntos de vista sobre el tema y trata de
persuadir al mayor número de competentes y razonables.” (2000:44) El orador
habrá de esgrimir siempre un punto de vista que a juicio suyo aparezca como
razonable y verosímil. Es decir, el primero que debe creer el argumento
planteado es el orador como tal. Ello porque le resultará poco menos que
imposible convencer o persuadir a otros de un argumento que a él mismo le
resulta deleznable y trivial. El propósito fundamental del orador tendrá que
ser llevar a sus interlocutores, vale decir a su auditorio, a cambiar de una
manera más o menos importante no sólo sus creencias y sus gustos, sino también,
sus comportamientos. Por eso, sus objetivos básicos tienen que ver con una
filosofía práctica. En su accionar argumentativo el orador deberá tener en
cuenta a sus interlocutores de una manera integral. Chaïm Perelman sostiene que
la argumentación no sólo busca la adhesión intelectual, sino que muy a menudo
pretende “incitar a la acción, o, por lo
menos, crear una disposición para la acción”[2] Esto se explica en la medida en que “Quien argumenta no se dirige a lo que
considera facultades tales como la razón, las emociones, la voluntad; el orador
se dirige al hombre completo, pero, según los casos, la argumentación buscará
efectos diferentes y utilizará cada vez métodos apropiados, tanto para el
objeto de un discurso, como para el tipo
de auditorio sobre el cual se quiere actuar”[3]
En este punto concreto me parece pertinente subrayar
el carácter estratégico de la comunicación política. Me parece importante
enfatizarlo porque es de esa condición que se deriva una característica
sustancial para el orador: su búsqueda de posicionamiento en la perspectiva de
lograr un lugar dominante o hegemónico en relación con su interlocutor, que
para estos efectos funge como antagonista. También parece necesario aludir a
las posibilidades que el orador, en el caso de la comunicación política, tiene
de construir, irregular y contradictoriamente, su identidad. Que esa identidad
sea inestable y precaria no disminuye de manera sustancial su importancia en la
configuración del orador considerado como enunciador más o menos consciente de
unos mensajes. No las disminuye porque ese orador, quienquiera que sea, expresa
a través de sus argumentos, más exactamente a través del punto de vista que
estos contienen, sus convicciones más profundas.
Los argumentos, siempre habrá que recordarlo,
constituyen formas de razonamiento sobre lo contingente, es decir, sobre
aquello que en un momento determinado del proceso de interlocución aparece como
confiable para lograr ser claros y coherentes en esas posiciones,
independientemente de lo consensuadas que puedan resultar. Alvaro Díaz
Rodríguez propone entender un argumento como “un razonamiento en el que se justifica o sustenta una convicción”[4] Según su idea de argumento éste debe tener siempre
una organización interna regida por la coherencia. Esa coherencia supone una
lógica relacional que implica, en todos los casos, que el argumento deriva sus
posibilidades de significar no del número de sus componentes, sino de las
maneras como éstos estén relacionados. Los argumentos tienen como componentes
esenciales: Una posición o un punto de vista, un condicionamiento, un
fundamento, un garante, una concesión, una refutación. Estos componentes, más
allá, de sus particularidades, resultan pertinentes en tanto se relacionan a
partir de unos principios o de unas condiciones de eficacia.
Giandomenico Majone hace, a propósito de la
argumentación presente en la comunicación política, una distinción entre los
argumentos que permiten tomar decisiones y los análisis que conllevan a un
análisis más o menos objetivo de una situación dada. Majone subraya que los
primeros son necesariamente subjetivos porque lo que siempre está en juego en
ellos es un conjunto de valores, gustos y creencias compartidos por unos grupos
sociales. Los segundos, en cambio, están cerca de la objetividad en la medida
en que tienen una superestructura expositiva o descriptiva que puede soslayar
con cierto éxito los compromisos afectivos. Teniendo en cuenta lo anterior
sostiene que “debe trazarse una
distinción clara entre el análisis profesional de las políticas y la defensa o
la deliberación de las políticas. El análisis profesional de las políticas
comienza sólo después de que se han estipulado los valores relevantes, ya sea
por un gobernante autorizado o mediante la suma de las preferencias ciudadanas
en el proceso político”[5] Junto con lo anterior es importante subrayar que los
procesos de argumentación implícitos en las prácticas comunicativas no pueden
ser asumidos por quienes los usan como formas más o menos explícitas de
demostración. Los argumentos no pueden demostrar absolutamente nada. Sólo puede
aspirarse con ellos a lograr la adhesión de unos auditorios, en la medida en
que se utilicen argumentos que resulten ser convincentes porque tienen fuerza
ilocutiva. Otra vez Majone: “La
imposibilidad de probar cuál es la acción correcta en la mayoría de las
situaciones prácticas debilita la credibilidad del análisis como solución del
problema, pero no implica que la información, la discusión y el argumento sean
irrelevantes. Razonamos aun cuando no calculemos: fijando normas y formulando
problemas, presentando pruebas en pro y en contra de una propuesta, ofreciendo
o rechazando críticas. En todos estos casos, no demostramos: argumentamos.”[6]
Examinemos ahora la noción de auditorio. Su análisis
se justifica plenamente en la medida en que es posible afirmar que marca una
línea de diferencia entre la Retórica Antigua y la Nueva Retórica o
Teoría de la
Argumentación. Chaïm Perelman, quien sin duda alguna es el
representante más significativo de la segunda, propone entender el auditorio
como “el conjunto de aquellos sobre los
cuales el orador quiere influir con su argumentación”.[7] Este
conjunto, como lo advierte el mismo Perelman, es bastante variado y complejo.
Lo es, porque puede abarcar desde el orador como tal hasta la humanidad entera.
Desde las ciencias del lenguaje es posible hacer una
consideración sobre el carácter de interlocutor ostentada por el auditorio. Que
lo sea implica, de muchas maneras, que se configura como tal a partir de una
cierta decisión estratégica del orador. Desde esa perspectiva el auditorio
emerge más como un sujeto de discurso que como un sujeto empírico, lo que
entonces supone un tratamiento cualitativamente distinto del que tendría desde
la facticidad. Una segunda consideración proviene de la filosofía política.
Desde allí el auditorio puede ser asumido como el antagonista del orador que se
involucra con él en una disputa por la consecución de posiciones hegemónicas
que refrenden con creces una condición dominante y una cierta construcción de
procesos identitarios más sólidos y duraderos. Esas posiciones, no obstante ser
precarias e inestables, patentizan los alcances reales de los proyectos
políticos agenciados por los distintos actores sociales. Que un grupo, por
ejemplo una clase social, logre conquistar una posición a partir de los
argumentos esgrimidos supone, necesariamente, que otro la ha perdido por lo
menos temporalmente. Que la pueda retener por un tiempo más o menos largo
dependerá de muchos factores. Por ejemplo, dependerá de su capacidad para
liderar procesos en los cuales su punto de vista, su percepción de esos
procesos como tales, prevalezca sobre las lecturas que hacen otros que tienen
intereses antagónicos.
Pierre Bourdieu trabajó a lo largo de su vida y en
diferentes textos el concepto de poder. En este caso me interesa abordar la
manera como lo trabaja en “¿Qué significa
hablar?”. Partiendo de un análisis sobre el mercado de los bienes
simbólicos traza una zaga del poder que se hace visible a partir de su
contingencia y precariedad devenida de su carácter histórico. Esta inscripción
en la historia materializa la opción de asumir el poder más como un instrumento
de la acción que como un objeto de intelección. Es decir, permite romper de una
manera radical con las posturas esencialistas. Él es bastante enfático al
expresar la necesidad de superar la percepción de las relaciones sociales como
interacciones simbólicas para asumirlas
como relaciones de fuerza, históricamente marcadas. Esto significa que se asume
el poder como el resultado de un cúmulo de relaciones efectiva y
significativamente establecidas entre los individuos, los grupos y las
formaciones sociales en su conjunto.
Lo que a juicio de Bourdieu hace visible ese poder es
el lenguaje, en tanto que lo expresa, es decir, en la medida en que lo marca
con una serie discriminada de características que materializan su eficacia en
el contexto de las sociedades. Lo que está claro para él es que esta eficacia
se nutre del carácter biunívoco de las relaciones de poder expresadas en las
prácticas lingüísticas. A juicio suyo “la
eficacia de los discursos cultos procede de la oculta correspondencia entre la
estructura del espacio social en que se producen –campo político, campo
religioso, campo artístico o campo filosófico- y la estructura del campo de las
clases sociales en que se sitúan los receptores y con relación a la cual
interpretan los mensajes”[8]
Ese lenguaje oficia de conector entre los individuos,
la sociedad civil y los aparatos del Estado, en la medida en que vehiculiza las
acciones políticas y de muchas maneras garantiza su reproducción. Ello es
posible en tanto la lógica que lo estructura es una lógica relacional que opera
de manera más o menos semejante en distintos ámbitos de la vida social. Sólo
que en este caso me interesan de manera puntual los escenarios de la política.
Por eso me parece importante resaltar las acciones de describir y de prescribir
que a juicio de Bourdieu identifican el ejercicio del poder político
propiamente dicho. Para él “La acción
propiamente política es posible porque
los agentes, que hacen parte del mundo social, tienen un conocimiento (más o
menos adecuado) de ese mundo y saben que se puede actuar sobre él actuando
sobre el conocimiento que de él se tiene.”[9]
Esa acción política deberá hacer evidentes las
adhesiones tácitas que ligan los sujetos individuales y los grupos sociales al
orden establecido. La acción política tiene, entonces, unos efectos que
sobrepasan con creces el orden de lo propiamente empírico, porque no sólo
existe físicamente, sino también porque se despliega en los órdenes de lo
imaginario y de lo simbólico. Esas adhesiones mencionadas de manera insistente
por Bourdieu son materialmente posible porque suturan, así sea en una forma
provisional y contingente las relaciones entre los grupos, los sujetos y las
formaciones sociales. Esta operación vinculante es objetivamente posible en la
medida en que la política sea asumida como una práctica discursiva. Si
procedemos de esa manera es porque de alguna manera asumimos el discurso como “un horizonte de constitución de todo objeto
y práctica social.”[10] Como en este caso lo que interesa es el discurso
argumentativo que opera en el ámbito de lo político, entonces resulta bastante
fácil de comprender porque la presentación y la defensa de unos argumentos
implican de hecho un ejercicio de poder.
La argumentación política está oscilando de manera
permanente entre la objetividad y la
subjetividad. De entrada, eso resulta casi obvio. Sin embargo, cuando
tratamos de precisar lo que entendemos por objetivo y por subjetivo, la
discusión se complica. Griselda Gutiérrez Castañeda propone una idea de
objetividad que me parece útil para la discusión. En un texto suyo sobre el
sujeto de la política ella propone asumir la objetividad como “discursiva, lo cual significa que sin
renunciar al ideal de inteligibilidad, mantiene y acentúa el carácter
relacional de cualquier identidad social, y evita todo tipo de fijación
esencialista de las mismas al interior de un sistema.”[11] En ese
mismo texto se refiere de una manera explícita a la lógica de los discursos, en
general, y de los argumentativos, en particular, subrayando la indeterminación
que rige las relaciones entre el significante y lo significante de esos
discursos. Eso le permite avanzar en una propuesta para asumir el análisis de
la sociedad. Derivando de la lógica de lo discursivo una propuesta
metodológica, enfrenta lo social como constituido por “un juego infinito de diferencias que hace insostenible la concepción
de sociedad como sistema cerrado o totalidad, o el ser expresión de una lógica
necesaria, susceptible de ser univoca y literalmente interpretable.”[12] Otra manera de entender la objetividad es la propuesta
por Stefano Bartolini en su texto sobre metodología de la investigación en el
campo de la Ciencia
Política. En ese texto él plantea que la objetividad es
preciso entenderla como “un juego
permanente de intersubjetividades”[13] Subrayo deliberadamente la noción intersubjetividad
porque me parece que ella contiene el nódulo de la discusión a propósito del
empoderamiento supuesto en toda práctica argumentativa que tiene lugar en el
ámbito de la política.
La asunción teórica de la comunicación política parece
viable desde la Retórica
o Teoría de la
Argumentación y, simultáneamente, desde la Filosofía Política.
Lo parece en la medida en que estos dos campos de saber permiten dar cuenta de
la lógica relacional que está en la base misma de esa clase de comunicación. La
práctica política es una práctica discursiva por tres razones básicas: 1.
Porque es una práctica vinculante, es decir, porque siempre supone un conjunto
de relaciones entre los sujetos, la sociedad civil y los aparatos del Estado.
2. Porque supone posicionamientos para los grupos sociales y para los sujetos
individuales interrelacionados al interior de esos grupos a partir de intereses
que los siempre los desbordan con creces. 3. Porque posibilita, en términos
materiales, unos procesos de configuración identitaria que más allá de su
precariedad resultan significativos. Sólo la Retórica , considerada
como un campo del conocimiento en donde lo fundamental es examinar los
mecanismos y las estrategias de la persuasión, puede dar cuenta del
macroproyecto persuasivo que está implícito en toda argumentación política.
Los más recientes trabajos sobre comunicación política
hacen énfasis en dos aspectos que aparecen como interesantes para una discusión
más o menos objetiva sobre este tipo específico de procesos. En primer lugar,
se trata de establecer un principio de diferencia que resulte útil entre lo
convencional o formal y lo empírico. En segundo término, de asumir la
multiplicidad y la complejidad de los escenarios en donde discurren los
procesos de comunicación política. Esas dos consideraciones enriquecen el
análisis en la medida en que incorporan aspectos importantes que se derivan de
la concurrencia de las ciencias del lenguaje. Esa concurrencia contribuye a
complejizar el trabajo que ya se hacía desde la filosofía política, por
ejemplo.
Las teorías políticas, como lo señala Jean-Fabien
Spitz en un ensayo suyo, pueden ser justificadas racionalmente. Según Spitz la
justificación no supone un problema de demostración. Se trata de “intentar evaluar los méritos respectivos de
las teorías existentes, es decir, de aquellas que conocemos, para decir si una
de ellas satisface más (o de manera menos imperfecta) que las otras, un cierto
número de criterios que uno puede esforzarse en formular, pero que tampoco
tienen, seguramente, nada de definitivo”.[14] Esa
justificación discurre de manera prioritaria en el terreno de lo convencional,
pero resulta que las condiciones dadas efectivamente en las sociedades
históricamente constituidas están exigiendo ser reconocidas. Es ahí en donde
aparece la diferencia significativa para las teorías políticas que se pretende
poner en circulación en tanto que se comunican con el propósito explícito o
implícito de lograr la adhesión de los destinatarios. La filosofía política,
según Spitz, no puede decretar a priori lo que los individuos deben querer. Su
obligación es, por el contrario, tener en cuenta los puntos de vista de esos
individuos, así éstos se expresen como opiniones. Pierre Livet en un texto
titulado Convenciones y limitaciones de
la comunicación, enfatiza en la imposibilidad de constatar empíricamente el
cumplimiento de los principios formulados en el terreno de lo convencional. Las
posiciones suyas y las de Spitz lo que están patentizando es que el horizonte
de sentido válido para lo empírico es cualitativamente distinto del que aparece
como tal para lo teórico.
En el contexto de la
comunicación política concurren, como lo señalan algunos teóricos de la comunicación y del lenguaje,
distintas y variadas fuerzas de enunciación. Eso hace que de suyo esa forma de
comunicación se haga compleja. En la más inmediata contemporanidad se ido
acrecentando esa característica. Si hasta pocos años uno podía pensar que las
fuerzas de enunciación pasaban por el enunciador, el enunciatario y la
intención, pero que el escenario casi exclusivo era lo público-estatal, ahora
la situación es muy diferente. Las organizaciones que durante mucho tiempo se
entendieron como afiliadas naturalmente al ámbito de lo privado, ahora reclaman
la condición de lo público y demandan un discurso político. Las reclaman,
porque si bien las coordenadas del Estado pueden ser un tanto difusas, las de
la ley y las del poder no lo son. André-J Belanger en su trabajo sobre La comunicación política, o el juego del
teatro y las arenas, logra plantearlo de una manera bastante clara. Se
trata de algo más que un número más grande de escenarios apropiados para la
comunicación política. Se trata de que esos escenarios de relacionan entre sí a
partir de una gramática bastante particular y al relacionarse delimitan
espacios de significación para lo político que son bien distintos de los que
hemos considerado tradicionalmente. Una cita del texto de Belanger me parece
necesaria en este punto: “La comunicación
política procede entonces de la estrategia de la cual constituye su instrumento principal. Puede llegar a ser
manipulación, incitación, amenaza, persuasión o hasta mandato. Nunca es más que
un medio para lograr un fin, el cual puede ser de naturaleza muy variable. Así
entendida, la comunicación política debe situarse mucho más allá de los
círculos comúnmente reconocidos como políticos”[15]. Al
trazar la trayectoria de una parábola la comunicación política de alguna manera
vuelve sobre sí misma. Sólo que este viaje de ida y de venida la ha cambiado
para siempre y una manera bastante radical.
[1] Sin duda alguna que es a Jacqueline de Romilly a quien debemos la
defensa más documentada y eficaz sobre el papel de los sofistas en la Grecia Antigua.
Son sus argumentos lo suficientemente sólidos y eficaces como para hacernos
pensar en ellos más acá de todos los prejuicios acumulados a lo largo del
tiempo.
[11]
Ibidem Pg 91
[12]
Ibidem Pg 93
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